
Sábado 18 de abril del 2020
05:15. La alarma de un auto me despierta. Veo el reloj. Suena diez segundos y se apaga. Tal vez un gato saltó sobre el vehículo y la activó. Unos gallos cantan. El sueño retorna.
05:45. Nuevamente se activa la alarma. ¿Alguien quiere llevarse un auto? ¿Se descompuso la alarma? Todo puede ser. Suena diez segundos. El silencio vuelve y, con el silencio, el sueño. Todo en paz. El planeta es mi cama y mi cuarto.
06:15. Nuevamente la alarma suena otros diez segundos y se apaga. Me levanto enfurecido y salgo al balcón a descubrir el lugar desde el que proviene el sonido. No sería extraño que sea otro intento del rey del reguetón para arruinarme el ánimo. Estuve como un cazador en espera de su presa o como el observador del cielo en el centro ufológico de Chirije (Manabí), lugar arqueológico que en su momento fue estudiado por Max Uhle y Jacinto Jijón y Caamaño.
06:45. Suena nuevamente la alarma. ¡Suena en mi casa! Desesperado busco su origen y doy con una pequeña cámara de seguridad que instalé luego de una serie de pequeños y desagradables hurtos: dos mangueras —una por mes— un par de zapatillas, un cooler y así. Es un artilugio disuasivo. No sé cómo callarla, así que la desconecto. En mi cabeza pido disculpas a los vecinos que me deben haber maldecido sin descanso. Entiendo el problema. En la noche revisé la configuración y tal vez por error activé la alarma. Desconecto todo. ¡No culpes al vecino de tus errores!
12:00. Es un sábado sin fecha, un sábado que no existe en el calendario, un calendario que nos recuerda el año y el mes de la pandemia y el lento goteo de horas, días, semanas, meses en la espera desesperante del cambio de color del semáforo que de la señal para reiniciar la marcha. Un calendario en que no cambia la rutina del día. ¡Así debe ser la vida eterna!
Hace tiempo compré una aspiradora. No la había usado y llegó la hora de hacerlo. Miré el manual del usuario y, luego, siguiendo el mejor consejo que me diera mi hijo Juan Manuel, ingresé a YouTube e hice la pregunta «¿Cómo usar la aspiradora?». Encuentro por lo menos diez sitios en que te dan consejos para un buen uso de ese ruidoso aparato. Puedes obtener un título académico.
«¡Manos a la obra!», me dije. Con todo en orden, encendí el aparato. Una chifladura, un frenesí me invadió y, como un poseso, o más bien con el espíritu de un exorcista, me lancé a dar cuenta del polvo de todos los rincones de la casa, moví muebles, quité cojines y los volví a colocar, las cortinas no fueron olvidadas, tampoco el lomo de los libros con un útil cepillo que es parte del equipo. Felizmente en el calor de esta ciudad de la mar océano, no se admiten alfombras. Jaque-Mate huyó y se refugió bajo la sombra fresca del almendro.
Al final de la jornada estaba empapado de sudor. Guardé el equipo, abrí una cerveza y la tomé en el balcón mirando la calle desierta abrazada por la canícula. De sorbo en sorbo, es la verdadera medida del tiempo, oteaba la puerta de la casa del desaparecido viejo fumador.
Cuando retorné tuve una extraña alucinación: la casa brillaba. «¡Todo bien!», me dije en ese ejercicio de coaching ontológico en que me he vuelto experto y que es la suma de todos los lugares comunes de la autoayuda. Volví a su lugar los portarretratos y me di el tiempo de ver las fotos que de tanto estar allí, ya no miraba. Están en un tiempo congelado. Tienen una textura que atraviesa años y décadas. Tienen la fuerza de volver al presente o de llevarnos al momento en que había que poner en la escena a todos para la foto que luego debía seguir un proceso alquímico a fin de poder ver las imágenes reveladas, y otro tan complicado como ese para poder compartirla. La fotografía era de una especie distinta al selfi, a la instantánea. ¡Son dos realidades, dos momentos de la historia de la imagen! Uno es memoria que quiere ser preservada, otro es un fragmento del presente al que inevitablemente se le aplicará una rápida orden: ¡eliminar!, apenas se sature la memoria del smartphone. Fue toda una experiencia detenerme a mirar en detalle aquellas fotos. Y, a pesar de las inevitables ausencias, me sentí con una felicidad extrañamente egoísta, aunque creo que la felicidad es por definición un sentimiento profundamente egoísta.
Con esa alegría me puse a cocinar. La verdad es que no lo hice y recurrí a la estrategia infalible: recalentar lo que había sobrado de la semana. No estuvo mal. La cerveza arregla todo, hasta lo que no tiene arreglo.
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