
I.
¿Cuál es ahora el significado de viajar? Para Marco Polo era descubrir y superar los límites del mundo conocido. Impulsado por la curiosidad y el conocimiento científico Humboldt recorrió todo el continente y Darwin llegó hasta las Galápagos, (Las encantadas las llamó Melville, el autor de Moby Dick). Queda poco por descubrir. El planeta se achicó. Lo que en la mente de los descubridores y viajeros era inconmensurable, desde el espacio, se pudo contemplar como una pequeña bola azulada en la soledad del universo.
Los destinos más extremos están al alcance para quien puede pagar: el Ártico, la Antártida, una isla solitaria en la Polinesia, una playa única y exclusiva en cualquier lugar. Millones de personas viajan cada día de un extremo al otro del planeta. Los afortunados eligen. Los otros se ven obligados a desplazarse para trabajar, intentar una mejor vida para sus hijos, escapan de una tiranía, de la guerra, de la pobreza. La lista puede ser tan larga o tan corta como los deseos humanos, como sus sueños, sus necesidades, sus miedos, sus miserias.
En los aeropuertos se entrecruzan millones de destinos. La desigualdad se mide por las colas, las salas reservadas para la espera, por los privilegios a la hora del embarque y del desembarque, por el tamaño del asiento y de los servicios a bordo. Sin embargo, como metáfora de lo que sucede a escala planetaria, dado un accidente, la desgracia llega por igual a los de las clases exclusivas como a los de la económica.
Aviones, trenes, autobuses, camiones, autos, motos, bicicletas, barcos, lanchas o simplemente a pie, como las caravanas que parten de Guatemala, cruzan México y se dirigen a los EE.UU, todo medio de transporte es utilizado en esos gigantescos e incesantes desplazamientos. El viaje, de una aventura, una proeza ligada al riesgo y al conocimiento, es una rutina o una fuga de la adversidad muchas veces sin retorno y sin final.
Llegan al final estos días en México. El probable sentido final de este viaje fue el reencuentro con mis recuerdos, con la frágil memoria que es cada vez más invención que recordación en sentido estricto. La siguiente escala es San Marcos, la laguna, en el Lago de Atitlán, Guatemala. Allí tiene su casa mi amigo, el escritor franco guatemalteco, Hugo Cayzac. Vuelo hasta Tapachula. Quiero mirar la frontera entre México y Guatemala, un hito en la odisea de los inmigrantes indocumentados provenientes de Centro América, Haití, de otros países y también de Ecuador. El taxista que me conduce hasta Ciudad Hidalgo, el puesto fronterizo, me cuenta que el día anterior, una caravana de más de mil migrantes inició su caminata hacia el país del norte. Me deja frente a la oficinas de migración de México. Tan solo triciclos, iguales a los taxis ecológicos de Bahía de Caráquez, están autorizados a cruzar la frontera. Sellan mi pasaporte. Afuera me espera el representante de Mictlantecuhtli, la diosa de la muerte que en su triciclo me hará cruzar el Apanoayan, el equivalente del río Aqueronte de la mitología griega. Cruzamos. El triciclero se detiene y señala una balsa hecha con tubos o cámaras de llantas que cruza el rio de aguas oscuras. «Allí van los ilegales, me dice, pagan a los guardias guatemaltecos y al llegar, pagan a los mexicanos». La migración ilegal es el más público de los secretos: las ciudades de la frontera viven de eso y de incautos turistas como yo.
El puesto de migración de Guatemala está a la vista. Llega el momento de las cuentas: hombre experimentado en la ilegalidad, el triciclero mexicano me cobra cinco veces más de lo que cuesta. Con visa americana el trámite migratorio es rápido. ¡Guatemala! Otro triciclero, un guatemalteco me lleva hasta Tecúm Uman. Me cuenta de la casa del inmigrante organizada por un sacerdote para albergar a aquellos que son devueltos por las autoridades mexicanas. Recorro la pequeña ciudad. Es muy parecida a las del trópico de Ecuador. Hay diferencias, pero domina lo que las asemeja. Un segundo sablazo. «No aprendes, me digo»
II.
Por instrucciones de Hugo debo viajar hasta Cocales. Me embarco en un destartalado autobús que se detiene a cada momento para dejar y recoger pasajeros y permitir que los ambulantes ofrezcan variados platillos. Cuando reinicia la marcha, el chofer acelera a fondo mientras habla por teléfono y sortea los innumerables baches. Es la reiteración del viaje de Bahia a Portoviejo, en Turístico Manabí. Dormito, intento leer, miro el paisaje y a los pasajeros. Luego de un par de horas el cobrador anuncia que llegamos. De acuerdo con las instrucciones de Hugo debo desembarcar en Cocales para tomar el autobús que me llevará a Panajachel, a orillas del lago. Pensé que era una pequeña ciudad o un pueblo, pero es un cruce de caminos, con sitios de comida en las cuatro esquinas, entre los que destaca el Kiosko Don Coco. Cruzar la carretera es la tarea más arriesgada que he debido enfrentar en este viaje, lo logro a costa de unos cuantos improperios del conductor de un trailer. En medio del calor, del humo de las fritangas y de las gentes que se agolpan frente a los sitios de comida doy con el lugar del que parten los autobuses. El último ya ha partido. Quedo paralizado. Debo buscar un lugar para pasar la noche o tomar un taxi que cuesta tanto como un pasaje de avión. Además, mi viejo Huawei deja de funcionar, y si aún lo hiciera de nada serviría, pero es la vana sensación de estar comunicado. ¡Preocupación y zozobra! Un hombre que agita una trapo, para llamar a los clientes de su negocio, detiene una pequeña y estropeada buseta de color rojo repleta de mujeres indígenas. El hombre pide al chofer que alcance al bus que va a Panajachel. Entro a duras penas en el asiento del fondo. La frase “En la última fila entran más” viene a mi mente. Veinte minutos después llegamos a Patulul y como por milagro damos con el viejo bus escolar de los EE.UU reciclado y pintado de llamativos colores, iguales a los que las mujeres lucen en sus vestidos. Me embarco y respiro. Estoy empapado por el sudor.
Llegan al final estos días en México. El probable sentido final de este viaje fue el reencuentro con mis recuerdos, con la frágil memoria que es cada vez más invención que recordación
Somos pocos los viajeros con rumbo a Panajachel que se ha convertido en la promesa de un refugio. Avanzamos por un camino sinuoso y estrecho que asciende hacia los volcanes. La vegetación de ceja de montaña cubre las laderas. Dos horas después el enorme lago se presenta a nuestra vista. Desde la altura, a través de girones de niebla, contemplo el azul profundo de sus aguas. Llegamos. Los excesos mexicanos me pasan factura. Un ataque de Gota lanza su primera diana. Compro algo de medicación y me embarco en la lancha que me conducirá a San Marcos, la laguna. El pacífico lago se convierte en un mar de olas amenazantes: la lancha se sacude y salta. Veinte minutos después acoderamos en el muelle de San Marcos. La noche se avecina con la misma prisa que el ataque de Gota.
III.
Debo lidiar con la Gota que me tiene inmovilizado por un par de días; también con el insomnio. Leo El arco iris de la gravedad de Thomas Pynchon. Novela del absurdo, sí, creo que es la mayor novela del absurdo y que resume todo lo que se podría decir de las teorías de la conspiración, de lugares, países y personajes fantasmales. No era lo más aconsejable para mi estado de ánimo pero ya la había comenzado y debía terminarla.
Cuando puedo salir a caminar descubro San Marcos. En poco más de 500 mts2 se encuentra la representación de todas las religiones del mundo, al igual que todas las formas de sanación (existe una en base al uso medicinal del cacao), de masajes y todas las prácticas de meditación para las más variadas búsquedas espirituales. No falta mucho para que también algún yachag andino o amazónico ofrezca ayahuasca. Es una mezcla de Baños de Agua Santa, Otavalo y Montañita, donde alguna vez escuche que hasta los perros vuelan. Es el mundo alternativo globalizado en el que, si se sabe en qué puerta golpear, se puede encontrar la liberalidad que ofrece Ámsterdam.
Richard, un inglés que vive allí ya algunos años nos guía, a mí y a Tom, otro inglés radicado en San Marcos y con quienes he hecho amistad, por la gastronomía local: restaurantes para vegetarianos y no vegetarianos con cartas internacionales y locales. El que más me gusta es el Xojonel, organizado por mujeres para financiar sus iniciativas de apoyo a otras mujeres y niños. Cada día ofrecen un platillo de las diferentes regiones de Guatemala. Richard también es nuestro guía en materia de música: erudito del rock, del jazz, del blues, cumbia y salsa y de todo de cuanto se te pueda ocurrir escuchar. Jaibalito, San Pedro, Tzununá son nuestros destinos.
San Marcos es una superposición de mundos: el mundo indígena Kaqchikel. Las mujeres, con sus vistosas ropas, dominan la cocina de los restaurantes que en su mayoría son propiedad de los afuereños europeos y americanos y los pequeños negocios de víveres. Las escucho hablar en su idioma y reír. Los hombres son albañiles, carpinteros y se dedican a las milpas y al ganado. Con base en un acuerdo no escrito ―me explicó Hugo― los kaqchikel han dejado las tierras a orillas del lago en manos de los afuereños y se han reservado las tierras altas del interior. Es su mundo y teóricamente, es inaccesible. El siguiente mundo es el de aquellos, la mayoría extranjeros que hacen su vida allí. Con ellos conviven los que buscan alguna experiencia iniciática y que permanecerán en San Marcos por unas semanas o tal vez meses. Junto a estos, se encuentran gentes de la capital y de fuera de Guatemala que van los fines de semana o por temporadas a sus propiedades, algunas de estas con lujosas casas que se observa mientras se navega por el lago. Los helicópteros que sobrevuelan es su principal medio de transporte. Otro mundo es de los que hacen turismo por el día: llegan en las lanchas, desembarcan, un guía les hace recorrer el pequeño pueblo, comprar alguna artesanía y una hora después se embarcan para visitar el pueblo siguiente: en su mayoría son turistas locales y algunos extranjeros que vienen desde Antigua. Por último se encuentra el submundo de los perros: todas las razas, tamaños y colores recorres los callejones del pueblo. Son muchos, muchísimos. No hay lugar en donde no se los encuentre descansando bajo la sombra, correteando, ladrando. Es imposible no terminan con un pie sobre sus deyecciones. La historia se remonta a febrero de 2017 cuando aparecieron numerosos perros muertos. La noticia se difundió en la redes y llegó a los diarios de la capital. Defensores de los animales acusaron al Municipio de envenenarlos. El resultado: los perros se hicieron intocables.
La apariencia apacible y paradisíaca del lago es una ficción que se desvanece con el paso de los días: el tráfico de lanchas es notable y no cesa a lo largo del día. Es el único medio de transporte. Además, me entero de que los pueblos del lago carecen de sistemas de manejo de aguas negras que lenta e inevitablemente contaminan. No hay ninguna solución pues el lago es un gigantesco cráter, un enorme tazón que recibe todo lo llega desde las empinadas orillas.
Es el último atardecer. Las lancha se dirigen hacia los embarcaderos. El silencio se instala y puedo escuchar a los pájaros. La superficie del lago refleja las nubes iluminadas por los últimos rayos de sol. Me despido: ¡Adiós Atitlán! ¡Adiós Guatemala! ¡Adiós México!
[PANAL DE IDEAS]
[RELA CIONA DAS]




NUBE DE ETIQUETAS
[CO MEN TA RIOS]
[LEA TAM BIÉN]




[MÁS LEÍ DAS]



