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27 de Marzo del 2020
Ideas
Lectura: 5 minutos
27 de Marzo del 2020
Carlos Arcos Cabrera

Escritor

Diario de una cuarentena
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Me cuesta enormemente concentrarme y recorro inquieto el departamento. Salgo al balcón. Miro el movimiento en el Centro de Salud que queda frente a mi casa. El personal ha comenzado a usar mascarillas, guantes y ropas de protección...

25 de marzo de 2020

9: 35 Octavo día de asilamiento. La pandemia crece incontrolable. Hoy rige el toque de queda desde las 14:00 hasta las 5:00 de mañana. Ayer me ayudaron con las compras. Todo lo que leo y se dice apunta a que soy parte del perfil de riesgo: hombre que se aproxima a los setenta años. Prefiero no salir. Estoy solo en mi casa de Bahía en compañía de la gata, no digo «mi» gata, se llama Jaque Mate. Fue abandonada después del terremoto y optó por tratar de hacer de ésta su casa. Me opuse con firmeza, pero al final me venció y hoy impone sus horarios y dispone de los sitios en que quiere descansar. Mantiene la calma y deja que el mundo siga su curso con sabia indolencia.

Trato de mantener una cierta disciplina para enfrentar el bombardeo de información sobre la pandemia: en la mañana temprano, como todos los días, practiqué Zazen  (aprendí de Marco Vinicio Rueda y Vera Khon). Luego me he preparado un café bien cargado; lo tomé despacio mientras hablaba con mis hijos y con un par de amigos y amigas. Terminada esa rutina enciendo la computadora. 

Me cuesta enormemente concentrarme y recorro inquieto el departamento. Salgo al balcón. Miro el movimiento en el Centro de Salud que queda frente a mi casa. El personal ha comenzado a usar mascarillas, guantes y ropas de protección. 

Al fondo de la calle se halla el estuario. Es una perspectiva que siempre me sorprende. La calle, los árboles y en el último plano, el agua. Está apacible, como casi siempre, indiferente a lo que nos sucede. Su calma es una invitación a salir y caminar por la angosta franja de arena que en un tiempo que parece inmemorial se llenaba de bañistas que venían de Leonidas Plaza, pero no debo hacerlo. Las fragatas vuelan inquietas: alguna lancha con pescadores debe haber llegado. Un triciclero (los Cabify de Bahía) que lleva mascarilla cruza la calle, conduce a una mujer. Ganará 50 centavos por ese viaje. Tal vez lo único que consiga es este día.

Ayer me ayudaron con las compras. Todo lo que leo y se dice apunta a que soy parte del perfil de riesgo: hombre que se aproxima a los setenta años. Prefiero no salir. Estoy solo en mi casa de Bahía en compañía de la gata, no digo «mi» gata, se llama Jaque Mate.

Regreso a mi escritorio. ¡Que es lo que más me inquieta? Los mensajes de Whatsapp. ¡Sí, eso es! Cometí el error de instalarlo en la computadora. Debo eliminarlo o enloqueceré. Leeré los mensajes cada cierto tiempo en mi teléfono. 

Avanzo lentamente en la novela. Me pregunto si la terminaré algún día, llevo ya mucho tiempo en ese empeño. ¿Sobreviviré a la hecatombe? (Homero describe en la Odisea las hecatombes de bueyes, en consecuencia, lo que vivimos no es una hecatombe en el sentido homérico, excepto que algún dios exija el sacrificio y nosotros seamos las víctimas); también me pregunto si encontraré editor y por último se tiene sentido escribir. Hablé con Diego Cornejo Menacho sobre esto: tomó la decisión de dejar de escribir. Se convierte en un personaje de Bartleby y compañía, de Vila Matas.  Hace poco leí un artículo en El País de España sobre el pésimo negocio que es escribir una novela. Ya lo sé. No lo hago por negocio. Es algo más intenso, profundo e irracional, enfermizo o sanador. No lo sé.

Son demasiadas preguntas. Tal vez mi respuesta a la última pregunta es un forma de decir: «debo pasar el día». En medio de un mundo que se desmorona y que contrasta con el silencio y la quietud de las calles de esta pequeña ciudad,  creo, aunque no esté tan convencido de que escribir me ayuda a pasar el día. Nada más que eso. ¡Me voy a retomar la historia! 

18:00 Lentamente el cielo se enrojece. Salgo al balcón. En dirección opuesta al estuario veo la superficie plateada de un pedazo de la mar océano, como la llamaban en el siglo XVI. El sol se convierte en una bola de fuego que enciende el mar y el cielo. Es tal el silencio que puedo escuchar las olas o que me permite imaginar que las escucho.  Un vecino que debe rondar los ochenta y con el que me encontraba en el malecón al atardecer, y al que veía fumar apacible su cigarrillo, indiferente al barullo de los muchachos que hacen surf y escuchan reguetón, ha sacado una silla a la vereda. Ya no mira el mar sino la desierta calle. Enciende un cigarrillo y fuma lentamente, lo hace con tanto deleite que también me provoca fumar.

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