
Antes de pasar revista a cómo nos ha ido en estos 20 años de dolarización, debemos recordar que ésta no fue de libre opción, sino una estrategia desesperada para enfrentar una de las peores crisis políticas y económicas de nuestra historia, en una suerte de tabla de salvación en el naufragio a través de la importación de credibilidad y compra de una camisa de fuerza para detener al ente emisor que no se lograba controlar por sí solo.
Por otro lado, la dolarización solamente formalizó lo que ya decidieron los agentes económicos: dejar el sucre y utilizar el dólar como medio de intercambio, tal cual lo evidencian las cifras de depósitos en sucres en el sistema financiero nacional, que pasaron del 80% en 1995 al 46% en 1999, en respuesta a ese coctel explosivo que combinaba un manejo monetario súper expansivo con una crisis total de expectativas, en medio de un ambiente económico totalmente convulsionado: caída del producto de -6%, inflación trepando al 60%, caída del salario real en 21%, subocupación y desocupación ubicadas en el 46% y 15% respectivamente, etc.
En ese escenario, ciertamente ya no era sostenible la defensa del tipo de cambio que se depreció cerca del 200% en 1999, en tanto la subida de tasas de interés, que en la primera semana del 2000 bordeó el 74.9%, amenazaba afectar al resto del sistema financiero y hundir aún más la actividad económica, tomándose finalmente la decisión de abandonar el sucre y adoptar el dólar como moneda oficial.
En cuanto a resultados, debemos recordar que existe coincidencia entre los economistas en ciertas regularidades empíricas, una de ellas es que la trayectoria del producto y del empleo de largo plazo no se explica en factores monetarios, sino en el manejo macroeconómico prudente, apertura comercial y financiera, mercados libres, respeto irrestricto de los derechos de propiedad, políticas de educación pública dirigidas a mejorar el capital humano e incentivos a la contratación de trabajo. Si estas condiciones no cambiaron, mal podíamos esperar otros resultados.
A la dolarización solamente podemos exigirle lo que se puede pedir a un sistema monetario: el control de la inflación, y en esto, las cifras son contundentes a su favor. Se logró doblegar al más regresivo y distorsionador de los impuestos.
A la dolarización solamente podemos exigirle lo que se puede pedir a un sistema monetario: el control de la inflación, y en esto, las cifras son contundentes a su favor. Se logró doblegar al más regresivo y distorsionador de los impuestos, que paso del 60% en 1999 a niveles cercanos al 0% en estos últimos años. De hecho, el riesgo ahora es caer en deflación.
No obstante de ello, debemos reconocer que estamos propensos a sufrir largamente los efectos de un shock real negativo como el gran costo de la dolarización, pero de la misma manera, no podemos olvidar que hemos ganado inmunidad frente a los shocks monetarios, los efectos contagio y las aventuras populistas, permitiendo inferir que la dolarización, en su calidad de antídoto contra el populismo económico, termina siendo un bien superior, y cualquier mal resultado en términos de sector externo, real o laboral lo podemos asociar al incumplimiento de los requisitos necesarios para sobrellevar exitosamente una "camisa de fuerza" como la dolarización, y ello tiene que ver con la indisciplina fiscal como actor principalísimo de nuestros problemas económicos.
He allí que la agenda pendiente para sostener la dolarización pasa por la implementación de reglas macrofiscales que permitan mantener la sostenibilidad de las finanzas públicas, mecanismos de “absorción de shocks” que reemplacen la función del tipo de cambio flexible con buenas reservas internacionales, líneas de crédito contingentes con organismos multilaterales y fondos de estabilización anti-cíclicos; además de un sistema bancario fuerte, exportaciones diversificadas y baja dependencia de las “commodities”; un clima apropiado para la inversión que incentive mejoras en la productividad y un mercado laboral eficiente.
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