
En el “debate por la paz”, realizado el 13 de octubre de 2019, el presidente Lenín Moreno dijo, a los dirigentes de la CONAIE, que su interés por los indígenas era tan grande que, cuando quedó libre el edificio de UNASUR, su primera idea fue destinarlo para que ahí funcionara la Universidad Indígena. Una propuesta vieja de este movimiento.
El ofrecimiento de Moreno no generó ningún comentario. Es más, pasó por la mente de los ecuatorianos como si se tratara de la cosa más natural del mundo. No habría ocurrido lo mismo, seguramente, si el Presidente hubiera dicho que en el edificio que perteneció a la UNASUR iba a funcionar la “Universidad Blanca” o la “Universidad Mestiza” o la “Universidad Blanco-mestiza”, término que los políticos indígenas suelen utilizar asiduamente para referirse al resto de la población ecuatoriana, y para afirmar su diferencia.
¿En qué consiste, a qué se refiere la “universidad indígena”? A varias cosas. Puede ser que se refiera a una universidad a la que solo pueden acudir indígenas, o a una institución especializada en estudios indígenas, al estilo de los programas de ciertas universidades extranjeras dedicados, por ejemplo, a los estudios latinoamericanos u orientales. Programas que, valga la aclaración, son unidades académicas, y no universidades constituidas en torno a un principio étnico.
Es llamativo que los propulsores de la Universidad Indígena —el Presidente incluido— no hayan caído en la cuenta de que las instituciones étnicas son propias de los regímenes de apartheid. Instituciones de este tipo existieron en Sudáfrica y, hasta los años 60 del siglo pasado, en los Estados Unidos. En estos países, había, respaldadas por la ley, escuelas separadas para blancos y negros. Y servicios públicos, separados también, de acuerdo con un criterio racial.
Universidad indígena, justicia indígena, ejército indígena y hasta política económica interior y exterior indígena. La CONAIE no solo que está elaborando un programa económico que pretende que sea adoptado por el Gobierno, sino que ha enviado su propia “carta de intención” al Fondo Monetario Internacional, sabiendo que este organismo se relaciona con Estados y no con organizaciones civiles.
Su presidente, Jaime Vargas, se ha pronunciado, también, sobre la necesidad de que el poder político sea manejado por los indígenas. En su opinión, el territorio en el que se asienta actualmente la república del Ecuador les pertenece, pues sus ancestros vivieron aquí antes de la colonización española. Los “recién llegados”, entonces, los no indígenas, carecen de ese derecho. Y, claro está, los migrantes, aunque se hayan nacionalizado y lleven viviendo en el país, diez, veinte, treinta años: nada, en relación con los cientos o miles de años que ciertos “pueblos” han habitado en el territorio que hoy se llama Ecuador.
Señalar las implicaciones de las declaraciones separatistas y excluyentes de los dirigentes indígenas es visto, por ciertas personas, como una muestra de racismo. Pero el verdadero racismo es excluir de la crítica a ciertos sectores de la población, en virtud de su condición étnica. Es decir, quitarles el derecho al error.
La identidad se ha convertido en el argumento central de una serie de discursos políticos que reniegan del universalismo de la Ilustración: fundamento de los actuales sistemas republicanos y de las ideas vigentes sobre los derechos humanos. El discurso identitario se pretende inclusivo, pero, en la práctica, promueve la exclusión.
La idea de identidad está intrínsecamente unida a la idea de diferencia. Y de esta unión surgen los argumentos de especialidad y excepcionalidad, que, a su vez, posibilitan un tratamiento diferente a los ciudadanos, que puede llegar a convertirse en ley.
Una justicia especial para los indígenas. Un derecho especial. Y una política propia, que implica, necesariamente, la creación de una fuerza pública, según lo ha manifestado el mismo presidente de la CONAIE. Para David Runciman, “el control de la violencia constituye el núcleo de la política” y es el que define a una sociedad política. Cuando Jaime Vargas reclama la constitución de un ejército propio para los indígenas, por tanto, está planteando la constitución de una sociedad política distinta del Ecuador.
Señalar las implicaciones de las declaraciones separatistas y excluyentes de los dirigentes indígenas es visto, por ciertas personas, como una muestra de racismo. Pero el verdadero racismo es excluir de la crítica a ciertos sectores de la población, en virtud de su condición étnica. Es decir, quitarles el derecho al error. “Todo juguete tiene el derecho de romperse”, decía Antonio Porchia. “Toda persona tiene el derecho a equivocarse”, diríamos, parafraseando al poeta argentino, porque no hay nadie en el mundo, si es un ser humano, que no esté en la capacidad de incurrir en un error y que no haya errado infinidad de veces en su vida.
Los ángeles no son humanos, por tanto, no yerran. Tampoco yerran aquellos a los que consideramos incapaces e irresponsables.
Los que se niegan a reconocer los desmanes y delitos cometidos por miembros del movimiento indígena en las protestas de este octubre, actúan así porque no han logrado abandonar el paternalismo que guía sus relaciones con ellos. Para el derecho, los niños que han cometido un acto que la ley tipifica como delito son irresponsables y, en consecuencia, penalmente inimputables. También lo son aquellas personas que padecen una severa disfunción mental, que les impide distinguir el bien del mal y evaluar el alcance real de sus acciones.
Tratar a los indígenas como irresponsables es negarles su calidad de personas conscientes de sí mismas y de los resultados de sus actos. En el paternalismo, pues, no en la crítica, es donde se esconde el racismo; en la visión minorista o devaluatoria del otro, tan minorista y devaluatoria que llega a considerarlo irresponsable de sus actos y decisiones. El extremo de esta actitud es la falsificación de la realidad: ver, en el secuestro de periodistas y policías, una “retención voluntaria” y en la recitación del guion económico escrito por Pablo Dávalos, una clase magistral de economía.
Una muestra de que una sociedad está realmente avanzando en la eliminación del racismo y la discriminación es su capacidad para reconocer que todos los seres humanos, de distintas “razas”, credos, sexo y sectores sociales, son responsables de sus actos y de las consecuencias que de ellos derivan. Esta es una condición fundamental para el ejercicio de la justicia. Sin el reconocimiento de la igualdad esencial de los seres humanos, la justicia se convierte en su contrario.
¿Por qué los “buenos racistas” actúan como topos paternalistas? Por sentimiento de culpa. Puro sentimiento de culpa por crímenes históricos que, precisamente por haber ocurrido hace cientos de años, ninguno de ellos ha cometido. Sin embargo, todavía se flagelan y piden perdón por el genocidio (ese sí genocidio) perpetrado por los españoles en la conquista y colonización de América.
Su problema es psicológico. Y bajo el velo de su culposa psicología intentan ver la realidad y los problemas del país. La imagen que logran discernir, obviamente, es opaca y distorsionada. A la culpa que sienten se suma otro elemento: la conciencia no confesada de su fracaso para definir objetivos propios y actuar para conseguirlos. Los “buenos racistas” actúan de manera vicaria, a través de otros, y si estos fallan o delinquen o cometen actos injustos, ellos los niegan o relativizan, pues, en el fondo, están protegiéndose a sí mismos.
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