
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
¿Qué nos hace suponer que el dinero que desembolsará el Fondo Monetario Internacional (FMI) como parte del último salvataje financiero no irá a parar a manos equivocadas? Con los niveles de corrupción que campean en el país, es imposible no pensarlo. Nadie tiene la seguridad respecto de la administración de los fondos públicos. Lo acaba de demostrar el último escándalo de la estafa en contra del Instituto de Seguridad Social de la Policía (ISSPOL).
Si no fuera por la gravedad del hecho, podría prestarse para la chacota general. Que un grupo de pícaros se alce con el patrimonio de la institución encargada de velar por nuestra seguridad luce inconcebible. Caricaturesco. La ciudadanía se pregunta cómo es posible esfumar 530 millones de dólares sin que nadie se dé cuenta. Es más: todos nos preguntamos por el destino de esa gigantesca suma de dinero.
Que un organismo internacional que no se caracteriza precisamente por la transparencia, y que con frecuencia actúa como un corsario financiero, demande nitidez en la administración del dinero, muestra la gravedad de la situación. El FMI ya no confía ni en sus devotos.
Porque no estamos hablando de billetes que se consumieron en un incendio, ni de una inversión en una obra que fue destruida por un terremoto, y cuyas evidencias están a la vista. Aquí se trata de dinero real que fue intercambiado por papeles falsos, tal como lo han denunciado las autoridades. Ese dinero, que mensualmente se acumulaba como parte de los aportes personales de los policías, existe y tiene que estar en alguna parte.
El tema de la deuda externa ha sido ampliamente estudiado en el país. Las lógicas económicas que vienen aparejadas a esos préstamos siempre terminan agravando las condiciones de vida de la mayor parte de la población, porque su destino tiene una clara direccionalidad. Exceptuando a los grupos empresariales, la reactivación productiva termina siendo un espejismo para el pueblo llano. Y hoy no tiene por qué ser diferente.
Lo que sí difiere es que hasta el prestamista está aterrado por la corrupción que impera en el país, a tal punto que presiona por una ley que “proteja las arcas públicas”. Textualmente. El FMI exige un manejo transparente de las finanzas, algo que se supone una obviedad en cualquier república. Que un organismo internacional que no se caracteriza precisamente por la transparencia, y que con frecuencia actúa como un corsario financiero, demande nitidez en la administración del dinero, muestra la gravedad de la situación. El FMI ya no confía ni en sus devotos.
En realidad, más que una ley, lo que el país requiere es un sistema de lucha contra la corrupción, tal como lo ha propuesto la Comisión Nacional Anticorrupción. Es decir, una estructura que incluya varios componentes: articulación de las entidades de control, legislación, fiscalización ciudadana, real transparencia en el acceso a información, probidad e independencia judiciales, estrategias concertadas para la recuperación del dinero robado.
A la luz de los escándalos de corrupción que a diario nos toca padecer, este ultimo punto es crucial, porque los saqueadores del erario nacional son inmunes a la vergüenza pública. Ostentan su riqueza mal habida sin el menor recato. Inclusive aquellos que han sido encarcelados esperan pacientemente a cumplir con sus condenas para salir a disfrutar de las fortunas ilícitas. Tal como ocurre con el caso del ISSPOL, ese dinero existe y es una obligación del Estado recuperarlo.
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