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20 de Octubre del 2015
Ideas
Lectura: 11 minutos
20 de Octubre del 2015
Rodrigo Tenorio Ambrossi

Doctor en Psicología Clínica, licenciado en filosofía y escritor.

Drogas: de la prohibición al deseo
Cuando se abandona la idea de la complejidad, los sujetos aparecen como realidades planas, simples, unívocas. Sin embargo, toda demanda se ubica en la complejidad insondable del deseo y del ser. Del placer y también del dolor, de la vida y de la muerte. La reducción de la complejidad del concepto de demanda al hecho de ir a comprar drogas significa no entender nada de lo que es el sujeto en lo abismal del mundo de su deseo, de su placer, de su dolor.

Desde los inicios de la famosa guerra a las drogas y cuando estas se tomaron buena parte del escenario social, se pretendió abordar el tema desde una elemental propuesta que nunca fue teorizada. Más aun, cuando hace un par de décadas se pretendió teorizar sobre ese modelo, la respuesta, desde el poder, fue agresiva. Es decir, la propuesta fue tan dogmática que hasta ahora se ven sus efectos en el discurso oficial.

Me refiero a esa relación lineal y casi mecánica establecida entre un alguien llamado drogadicto, drogodependiente que adquiere droga para un consumo eminentemente malo y la sustancia en sí misma mala. Se omitieron, pues, las distinciones ética y teóricamente necesarias.

Así vistos, los demandantes son ciudadanos ingresados en una relación organizada desde el mal puesto que lo que demandan es el mal. Se trataría de la producción de una suerte de mal prácticamente ontológico, es decir, que pertenece de suyo a la cosa e incluso al proceso de tránsito de la cosa en el sujeto que la usa. En consecuencia, este poco de marihuana en sí mismo es tan malo como lo son quienes lo venden, lo compran o lo usan. Un mal contaminante.

Se trata de una suerte de resurrección de ese maniqueísmo de la baja Edad Media que explicó la complejidad dividiendo el mundo y sus cosas en buenas y malas. ¿Es que algo puede ser bueno o malo en sí mismo y siempre?

En ninguna parte aparece ni siquiera mencionado el tema del deseo como tampoco el del placer. Solo aparece el mal, ni siquiera el dolor o el sufrimiento. Se dirá que es lógico que estos temas no aparezcan en la ley que no es un tratado ni filosófico ni psicológico. De acuerdo. Sin embargo, el carácter apodíctico de la ley en torno al mal, a la prohibición y al castigo determina que no se los mencione. No se los menciona porque no existe ningún lugar posible para algo que se halla propositivamente condenado. Si se los mencionase, de alguna manera se los legitimaría.

El tema del deseo y de lo placentero se halla formalmente forcluido, es decir, negado porque no se quiere saber nada de él. Es como si no existiese. Porque si no lo estuviese, entonces se abrirían espacios sociales, políticos, lingüísticos que legitimarían un discurso sobre cierta legitimidad posible. Pero en el discurso de la ley no existe, quizás ni siquiera podría existir el tema del placer, porque lo contradeciría casi de manera radical.

Sin embargo, en una veintena de Estados de USA, ya se ha justificado el uso medicinal de la mariguana y en un par de ellos su uso recreativo. ¿Se ha pensado en el inmenso valor de significación que posee el término recreativo? ¿Quién o qué posee el poder de lo recreativo? ¿La mariguana? Ciertamente no. Lo recreativo pertenece exclusivamente a los sujetos.

Entendamos bien. El hecho de que no se penalicen los usos no quiere decir, en modo alguno, que se los legitime. Más bien todo lo contrario pues tan solo se trata de tolerancia. De hecho el artículo de la Constitución dice que al que haya usado una sustancia se le conduzca a un servicio de salud para que reciba tratamiento oportuno. ¿Por qué tratamiento? ¿Es que ese sujeto está enfermo? ¿Y cuál será ese mal que requiere de manera tan urgente e inmediata la atención de salud?

Vale recordar que en griego, veneno significa remedio. Entonces, ya no pueden ser dejados de lado temas fundamentales como los del deseo, el placer, la libertad. Todos sabemos que se trata de una trilogía absolutamente imposible de controlar mediante la ley. Más aun, es necesario reconocer que el deseo surge de la prohibición como de una de sus fuentes originales y primordiales. La clínica, la filosofía, el psicoanálisis no han cesado de relacionar tanto el deseo como el placer con la prohibición. Siempre se desea lo prohibido.

Por lo mismo, la matriz de toda demanda se hace en la historia del sujeto que no es más que puro devenir, un llegando a ser que no concluye. “Somos como la hierba: hemos hecho del mundo, de todo el mundo, un devenir, porque hemos hecho un mundo necesariamente comunicante, porque hemos suprimido de nosotros mismos todo lo que nos impedía deslizarnos entre las cosas” (Deleuze).

Hablar de la demanda, como si se tratase de un acto con valor propio e independiente implica no pensar en los sujetos y sus complejidades, por ejemplo, la complejidad del deseo, de la libertad, de lo placentero, del sufrimiento. La complejidad de la muerte. La demanda, en el tema de las drogas, queda reducida, casi perversamente, al hecho de buscar una droga cualquiera. Ahí se agota.

Cuando se abandona la idea de la complejidad, los sujetos aparecen como realidades planas, simples, unívocas. Sin embargo, toda demanda se ubica en la complejidad insondable del deseo y del ser. Del placer y también del dolor, de la vida y de la muerte. La reducción de la complejidad del concepto de demanda al hecho de ir a comprar drogas significa no entender nada de lo que es el sujeto en lo abismal del mundo de su deseo, de su placer, de su dolor.

Desde ahí, es necesario aceptar que las drogas no estarían ya para remediar algún supuesto conflicto del sujeto, como no se ha cesado de afirmar. Tampoco se va a las drogas porque se tienen conflictos. Es preciso distinguir siempre y con suficiente claridad los diferentes usos. Hablar, por ejemplo, de usos conflictivos es fácil, pero ¿quién ha definido con suficiente claridad esa conflictividad? ¿El policía, el maestro, la mamá, el psiquiatra, el dueño de un centro de supuesta recuperación? 

Las drogas no estarían para remediar algún supuesto conflicto del sujeto sino para representarlo ante el mundo. Y es sabido que no es posible que alguien se represente ante el otro sino mediante un discurso. Es, pues, dable pensar que nadie busque una droga para sí misma. La mariguana, como el alcohol, constituye una realidad mediática.

Cuando se trata de usos conflictivos, este llamado al otro sería absolutamente más patético porque daría cuenta de una posible sordera (quemeimportismo) en el otro que quizás nunca ha respondido. Este otro, ahora responde acusándolo de adicto, de enfermo, de antisocial.

Esta igualdad trasladada al usador de drogas se convirtió en uno de los grandes recursos utilizados para agredir y no para proteger. Tenemos una lista de sustancias y cantidades, de penas (que nunca hablan de las penalidades, es decir, de los dolores). Si comiereis del fruto de este árbol, moriréis. El origen de la muerte es la vida. Y la vida se sostiene gracias a una perenne demanda de bienestar y de placer.

A esto habría que añadir el tema de las diferencias, de lo diferente, que tiene que ver, no solo con las distintas razones que mueven a usar drogas, sino con la realidad incuestionable de que cada subjetividad está constituida por códigos que difieren, aunque no en su totalidad, de los códigos simbólicos que hacen al otro. Las diferencias generacionales no son más que diferencias lingüística, diferencias de sentido.

La demanda no versaría, en consecuencia, sobre la igualdad sino sobre la diferencia, algo que pasa desapercibido en una sociedad que hace todo lo posible para que todos aparezcan y hasta sean iguales. El tema de la diferencia y de lo diferente nunca ha interesado al poder que ha pretendido sostenerse en la supuesta igualdad: todos son hijos de Dios, del partido, de la patria.

De ahí la ligazón de los usos (no conflictivos) con la espera y la esperanza. La esperanza es aquello que promueve el deseo hasta llegar a un punto en el que se identifican. Pensemos en ese momento en el que el deseo y la esperanza se unifican en una experiencia placentera que, de alguna manera, podría equipararse a la fusión amorosa de la sexualidad.

Toda demanda es demanda de amor. Por ello, son siempre respondidas a medias o, simplemente, desconocidas. Entonces el sujeto realiza transferencias y elecciones sustitutivas. Porque cuando no se satisface una demanda, el narcicismo queda herido. La mariguana suele ser más fiel que él o ella, que ese otro del poder que, con cierta frecuencia, pretende enviar a sus hijos al cadalso.

En cada rechazo se produce una herida narcisista. ¿Quién no sabe del dolor originado en los rechazos y abandonos? ¿Quién no ha pasado por la urgencia de curar las heridas con otras relaciones, con otros objetos? Desde siempre se ha llamado al alcohol a que venga a anestesiar heridas, algunas, tal vez, incurables. Pero, ¿quién se ha curado alguna vez de su tristeza? (Verlain).

¿No es acaso cierto que muchos sobreviven bajo una perenne lluvia de penalidades? Unos buscan refugio en el trabajo, en la religión, otros en la soledad, otros en las drogas. ¿Existirá, acaso, una legítima escala que valore lo uno y lo otro?

Pensar que nuestro tiempo se halla conformado desde el espectáculo en el que se prefiere su representación icónica a su realidad. En este sentido, a ratos, se vive en un escenario eminentemente pornográfico que atrapa a las nuevas generaciones. Quizás uno de los grandes errores de nuestro tiempo es el haber dado por terminada la necesidad de presencia del misterio.

El Estado, las autoridades, los ministerios han quedado atrapados en el espectáculo. El espectáculo sirve para sustituir la falta de teorización, de reflexiones, de proyectos verdaderamente educativos. El espectáculo de policías entrando a la escuela con perros, el rector revisando mochilas. ¿Qué hará más daño a un muchacho de 12 años: el espectáculo al que es expuesto o ese poco de mariguana que posee más desde el mito que desde la realidad? ¿Quién escuchará sus demandas luego de requisas y amenazas? ¿En qué creerá?

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