
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Quizás el resultado más impactante del atentado criminal en Cristo del Consuelo sea la inducción a que el Ecuador adopte una condición de país con doble personalidad. Lo que en psiquiatría se conoce como trastorno disociativo. Es decir, un comportamiento completamente diferente dependiendo de las circunstancias.
Según datos oficiales, las siete provincias de la Costa ecuatoriana concentran más del 75 por ciento de los casos de sicariato, homicidios violentos y atentados con explosivos. Por eso, el problema más acuciante en estas zonas del país es la inseguridad, un fenómeno que está alcanzado niveles catastróficos. Que en muchos barrios el común de la gente no pueda salir a las calles en ciertos horarios afecta gravemente a la convivencia social y la confianza colectiva. También las extorsiones están aniquilando la economía local.
Resulta incomprensible la reacción de ciertos funcionarios del actual gobierno frente al levantamiento indígena y a la acción de ciertos grupos radicales urbanos en Quito. Etiquetarlos como terroristas, mientras en Guayaquil las bandas criminales mantienen aterrorizada a la población, luce como un contrasentido.
En la otra mano, la conflictiva en la Sierra y la Amazonía está concentrada en las demandas del movimiento indígena y de los movimientos sociales que se adhieren a su estrategia de lucha. Las mesas de diálogo entre el gobierno y la CONAIE son la constatación más obvia de la forma estrictamente política que asume una relación entre adversarios. Que de por medio se hayan producido fricciones ásperas, o que hayan ocurrido episodios violentos, no altera la naturaleza política del conflicto.
El escenario en la Costa es muy diferente. ¿Cómo negociar con bandas criminales y carteles de la droga que, en la práctica, están arrinconando al Estado y a la sociedad? Para un Estado, no es lo mismo tratar con actores cuya esencia es el ejercicio irracional y despiadado de ciertas formas de poder que hacerlo con actores cuya finalidad es la disputa del poder político. Inclusive si lo hacen desde las armas. La experiencia colombiana lo retrata de cuerpo entero: mientras las negociaciones con los narcotraficantes han quedado estancadas debido a su inviabilidad jurídica y ética, los acuerdos con las guerrillas sí han encontrado salidas. No es casual que Gustavo Petro, exmilitante del M-19, una guerrilla que en los años 90 negoció un acuerdo de paz con el gobierno, ocupe hoy la presidencia de la República.
Por eso resulta incomprensible la reacción de ciertos funcionarios del actual gobierno frente al levantamiento indígena y a la acción de ciertos grupos radicales urbanos en Quito. Etiquetarlos como terroristas, mientras en Guayaquil las bandas criminales mantienen aterrorizada a la población, luce como un contrasentido.
Lo único cierto es que, para afrontar estas dos realidades paralelas, cualquier gobierno tendrá que hacer acopio de una enorme sutileza. Porque quizás como nunca antes en nuestra Historia, esta conflictividad requiere de estrategias políticas específicas para cada región del país. A menos, obviamente, que se pretenda recurrir a una uniformidad delirante y, por lo mismo, explosiva.
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