Celos, envidias, narcisismo, puñaladas por la espalda; camarillas autocelebratorias que se pelean por el control de las instituciones culturales desde donde promueven a sus amigos: eternos ganadores y jurados de concursos literarios organizados con la plata de los contribuyentes; cancelaciones, hipocresía, desdén por la obra ajena, sobre todo si es la de los compatriotas. Estas, las características del mundillo literario ecuatoriano. Ese mundillo en el que sus habitantes viven del autoelogio y de hacer el vacío a la obra de los que no forman parte de ninguna cofradía ni tendencia de moda.
Aquí, quien se interese genuinamente por la obra de autores ecuatorianos, quien la lea con interés y equidistancia, quien se atreva a destacar, cuando los hay, sus valores y a recomendar sinceramente su lectura, es una especie exótica, casi alienígena, pues en estos tristes trópicos nos resultan extrañas, casi inconcebibles, virtudes tales como la generosidad, la integridad moral, el amor por lo propio. De esta especie en vías de extinción es Édgar Freire Rubio, don Édgar: librero, cronista, periodista cultural, “quitólogo”.
¿Qué articula las múltiples actividades que Édgar Freire desempeña? El civismo y el amor a la cultura. Las crónicas quiteñas que escribe o recoge nos enlazan con un Quito ahora olvidado o irreconocible, y su labor de difusión de la actualidad literaria del país nos llama a prestar atención a nuestro presente creativo.
Informar a otros sobre el hallazgo de algo valioso para que también ellos puedan disfrutarlo es un acto de generosidad y dar cuenta de lo que los ecuatorianos hacen en el campo de la cultura es un servicio cívico, un espejo que nos muestra la otra cara de lo que somos; el otro lado del crimen organizado, la corrupción, el sicariato.
La tarea cultural de Édgar Freire, producto de una voluntad poco común es, y ha sido, una mezcla de mecenazgo y quijotismo. Y esa mixtura, creo, es una de las formas de afirmación vital más dignas y solidarias que existen. Su obra no solo se concentra en lo que él mismo ha escrito, sino en algo más raro: la difusión desprejuiciada de lo creado por otros. Algo para lo que se necesita mayor amplitud de espíritu que para escribir. No es exagerado afirmar que el espíritu que anima la labor cultural de Édgar Freire es el mismo que animó a los eruditos renacentistas a recuperar la tradición grecorromana que ayudó a Europa a salir de las tinieblas de la Edad Media.
Édgar Freire recuerda y convierte el recuerdo en historias entrañables como las de La periodista y La virgen del bus que se encuentran en su libro Parias, perdedores y otros antihéroes.
Nuestro país es ingrato con sus hijos mejores. Algo le debe a Édgar Freire: algo a su labor ilustrada.
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