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4 de Julio del 2019
Ideas
Lectura: 27 minutos
4 de Julio del 2019
Fernando López Milán

Catedrático universitario. 

Educación universitaria y autonomía del aprendizaje
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El profesor organiza la ruta del conocimiento, contextualiza, explica, aclara dudas y evalúa. Aquí termina su papel. Lo demás es trabajo del alumno, quien, libremente, recibe, procesa y usa dicho conocimiento. Aprender es un acto voluntario.

Los varios niveles del sistema educativo se distinguen entre sí por el grado de autonomía que alcanzan los estudiantes en el proceso de enseñanza-aprendizaje y, en consecuencia, por su grado de responsabilidad en la obtención de los resultados académicos definidos para cada nivel.

La autonomía, recordando a Kant (Traducción 2007), es la capacidad del ser humano para actuar libre del tutelaje de otra persona. Y supone, para el individuo, la obligación de responsabilizarse por las consecuencias de sus decisiones. En la educación básica inicial —en la interacción que se establece entre el estudiante y el profesor—, la “señal” más intensa es la que va del maestro hacia el alumno. Se espera, por tanto, que en la educación superior la intensidad de la “señal” se haya invertido en favor de este último, y que el nivel de autonomía de los estudiantes alcance su punto más alto. Es decir, el nivel necesario para insertarse en la vida profesional, en los estudios de posgrado, o, sencillamente, en el mundo de aquellos que buscan el conocimiento más allá de su utilidad profesional o académica.

Los factores que inciden en el fortalecimiento de la “autonomía de aprendizaje” son de carácter personal, administrativo, político, pero, sobre todo, pedagógico, puesto que es en este ámbito donde ocurre el encuentro entre el estudiante y el profesor. Los otros factores inciden, naturalmente, sobre este y contribuyen a modelar la relación de los alumnos con sus maestros.

El carácter de este encuentro y la mayor o menor autonomía que el alumno alcance dependerán, a su vez, del papel asignado a este y al profesor en el proceso educativo, los valores y expectativas que marquen sus relaciones, los sistemas de evaluación vigentes y, claro está, la visión sobre lo que supone estudiar una carrera universitaria.

En la actualidad, al menos en el país, ha ido cobrando importancia una visión ligera de las relaciones pedagógicas entre el profesor y el alumno en la universidad. Visión que ha tenido como soporte la teoría de los diversos estilos de aprendizaje (teoría ya refutada por la neurociencia), la utopía de la educación personalizada y la idea de que aprender es, o debe ser, siempre una actividad gozosa y hasta divertida. A esto se suma la consideración de los jóvenes como “nativos digitales” y, por lo tanto, como sujetos incapaces de reaccionar de manera favorable a las actividades académicas que no incluyan el uso de internet o programas informáticos. En la evaluación de los profesores de la Universidad Central, una categoría que indica que están cumpliendo bien su tarea es el uso frecuente de TICS en sus clases. La exigencia es clara: el profesor debe “digitalizarse” para acomodarse a la manera —supuesta— de aprender de sus alumnos. Dar una clase sin el auxilio de las TICS equivale a obligarlos a realizar un esfuerzo innecesario, que, además, no se corresponde con su idiosincrasia.

No se trata, en consecuencia, de que el maestro se adapte al estilo de aprender del alumno, sino de que este aprenda a adaptarse a las dificultades que el dominio de una disciplina académica conlleva.

Pero en la formación universitaria, como en otros campos de la vida, el camino está saturado de dificultades. Y es en el esfuerzo para superar estas dificultades en el que el estudiante va construyendo su autonomía. No se trata, en consecuencia, de que el maestro se adapte al estilo de aprender del alumno, sino de que este aprenda a adaptarse a las dificultades que el dominio de una disciplina académica conlleva. El aprendizaje no es diversión (aunque, muchas veces, puede ser placentero), y el aburrimiento y la fatiga acechan siempre a quien emprende el camino del conocimiento. En el cual encontrará, como compensación, el gozo del saber, el júbilo del descubrimiento.

El maestro organiza la ruta del conocimiento, pero, además, expone, contextualiza, explica, aclara dudas y evalúa. El alumno afirma y amplía el conocimiento que el maestro ha presentado y organizado y lo convierte en parte de su alma, como decía Montaigne (Traducción 1988). Sin esta apropiación, el proceso se trunca. La “señal” del estudiante hacia el maestro y el conocimiento —con el cual ambos interactúan— será demasiado leve como para que los objetivos académicos se alcancen.

El proceso de enseñanza-aprendizaje, por tanto, implica no solo una relación entre el maestro y el alumno, sino, también, entre cada uno de ellos y el conocimiento. La responsabilidad en hacer el conocimiento propio es, obviamente, del alumno. Y esta responsabilidad es la que se desconoce o se quiere disminuir en la universidad ecuatoriana, aunque se apele, más bien de modo formal, al, así llamado, trabajo autónomo. Solo otro nombre —más sonoro— para referirse a las tareas que se envían a la casa.

La apropiación del conocimiento es un trabajo que se realiza, principalmente, fuera del aula y que tiene como base la voluntad del estudiante. Este, en realidad, es el problema central de la educación universitaria en Ecuador, y no la didáctica en el aula. El pensar que la didáctica es el problema principal va, poco a poco, convirtiendo a la universidad en una réplica del bachillerato o de la educación básica. Y aumenta la participación y la responsabilidad del maestro en el proceso educativo, a costa de la participación y responsabilidad de los estudiantes. Por eso, es muy frecuente oírles afirmar que el profesor “les dejó suspensos o les hizo perder el semestre” y solicitar ayudas y trabajos extras para mejorar sus notas. Y esto, cuando los exámenes (en sentido amplio) no son más que una forma de constatar el nivel de apropiación, por parte del alumno, del conocimiento pertinente a una materia dada. Es decir, un instrumento que prueba su capacidad para, con el conocimiento adquirido, resolver un caso o defender una idea.

¿El profesor debe calificar el esfuerzo y el interés del alumno en la materia, como pretenden muchos estudiantes, y se lo hacen saber al profesor en la época de exámenes? Si fuera así, la evaluación ya no tendría que ver con el conocimiento y las habilidades que los alumnos habrían debido alcanzar en un determinado momento del proceso de enseñanza-aprendizaje, sino con sus actitudes. El interés y el esfuerzo son presupuestos de la actividad académica de un estudiante, no algo que deba evaluarse o premiarse. Ignorar este hecho lleva a muchos profesores a calificar o dar puntos extras a sus alumnos por su “participación en clase”. Preguntar, cuestionar, aportar con un punto de vista propio o con nueva información al debate en clase es, en realidad, una de las posibilidades que ellos tienen para ampliar o afirmar su conocimiento. Ellos sabrán si la utilizan o no. Premiar a alguien por algo que debe hacer en función de su propio interés y necesidades mina su responsabilidad y genera un hecho artificial en términos cognoscitivos: la participación para ganar puntos. Con lo cual, los objetivos administrativos –la promoción de curso- se imponen a los objetivos de aprendizaje.

En el propósito de apropiarse del conocimiento cumple un papel importante la memoria —ahora tan denostada—, pero, también, la capacidad del estudiante para convertir los conocimientos específicos en factores de razonamiento, es decir, en ideas que, por sí mismas o combinadas con otras, le permiten caracterizar, explicar, demostrar algo. Quien se ha apropiado del conocimiento es capaz de usar de él de manera plausible. Sin embargo, la posibilidad de usar de esta manera el conocimiento adquirido es mayor en la medida en que el estudiante esté impulsado por una voluntad de conocimiento y no de éxito o de simple cumplimiento de requisitos.

Andamos por mal camino, entonces, cuando ponemos énfasis en el mejoramiento de la técnica educativa, antes que en el fortalecimiento del papel del estudiante en la construcción de una base propia de conocimiento. Para construir esta base, el alumno no requiere de un método de enseñanza especialmente diseñado para él como individuo. Hay unos conocimientos básicos que debe adquirir, y que son los mismos para todos los cursantes. Dominarlos y utilizarlos de manera adecuada en las circunstancias pertinentes es una responsabilidad suya y no del maestro.

El profesor, decíamos, organiza la ruta del conocimiento, contextualiza, explica, aclara dudas y evalúa. Aquí termina su papel. Lo demás es trabajo del alumno, quien, libremente, recibe, procesa y usa dicho conocimiento. Aprender es un acto voluntario. Nada se gana, como ocurre en la universidad ecuatoriana, con obligar al estudiante a ir a clase si este no quiere ir. Es una tontería, también, reprobar a un estudiante que ha pasado las distintas pruebas y evaluaciones a las que ha sido sometido con sus compañeros, por no haber cumplido el porcentaje de asistencias exigido, que ahora, en la universidad pública, llega al 80% del total de horas impartidas.

La persistencia de reglas como la anterior, antes que una muestra de rigor académico, es una muestra de tutelaje. El alumno debe probar que sabe, no que asiste a clase. Así que esta obligación, antes que aumentar su responsabilidad, la disminuye. Y evidencia, además, la sujeción del proceso educativo a parámetros burocráticos y no académicos. La preminencia de los criterios burocráticos sobre los académicos se expresa, también, en la introducción de instrumentos y procesos de control administrativo sobre la organización de los contenidos de las distintas materias y sobre su posterior tratamiento.

El uso de tales instrumentos, en la práctica, satisface ciertas necesidades burocráticas, pero no ejerce ninguna influencia en el mejoramiento educativo. De hecho, un sílabo cada vez más detallado y lleno de información inútil no incide en absoluto en la relación entre el alumno y el maestro, y de ninguna manera promueve la autonomía de aprendizaje del primero. Carece, también, de eficacia educativa la recolección de las llamadas evidencias, cuya expresión más ilustre son los “portafolios docentes”. Gracias a estos procedimientos que, como se ha dicho, ninguna contribución hacen al aumento de la autonomía del estudiante, lo único que se logra es reducir la autonomía del profesor y sujetarlo al poder administrativo.

¿Los alumnos no se interesan por la materia? ¿Los alumnos se duermen durante la clase? ¿Los alumnos no leen más que textos cortos que estén en internet? ¿Los alumnos se aburren? ¿Los alumnos no tienen los conocimientos necesarios para cursar tal o cual materia? Proyectemos, entonces, películas, utilicemos dinámicas de animación, enviémosles a leer textos de no más de tres páginas, utilicemos el primer mes en “igualar” sus conocimientos, propiciemos el trabajo en grupo, saquémoslos al patio, hagamos un psicodrama, utilicemos presentaciones en power point, valgámonos del aula virtual, pidámosles que se disfracen, contemos chistes, o, si esto no sirve, parémonos de cabeza. Es decir, hagamos algo, pero nunca —¡nunca!— permitamos que los chicos se aburran o distraigan.

Lo dicho, que, a primera vista, parece expresar la preocupación genuina de un maestro por la suerte de sus estudiantes, evidencia, en el fondo, una visión de estos como seres sin voluntad para aprender, incapaces de asumir obligaciones y responsabilidades en la construcción de su propio conocimiento. Si la percepción del profesor sobre sus alumnos es cierta, la educación universitaria, con seguridad, no está hecha para ellos. Puede ocurrir, también, que dicha preocupación obedezca a que el profesor no esté debidamente calificado para cumplir su trabajo. Si no lo está, requerirá, probablemente, de muletas didácticas, pero no para mejorar el aprendizaje del alumno, sino para suplir sus propias falencias.

Para aprender, hay que vencer el sueño, hay que esforzarse por mantener la atención, hay que superar el aburrimiento. Y el esfuerzo que esto demanda no le corresponde realizarlo al profesor, sino al estudiante. El profesor no tiene que ser divertido ni cautivante. Tiene que dominar su materia y cumplir con sus funciones. Aunque, obviamente, siempre será mejor para el alumno tener un profesor que, gracias a su pasión, conocimientos y vocación educadora, avive su interés por saber, y estimule su gusto por el conocimiento.

En el sistema alemán, el profesor dicta una clase magistral y responde a las inquietudes de los estudiantes. Las otras actividades docentes son desempeñadas —con grupos pequeños— por tutores (estudiantes de doctorado o de los últimos niveles). Tanto la asistencia a clase como a las tutorías no es obligatoria, pero sí realizar ciertos trabajos, que le permiten al alumno reforzar y profundizar lo recibido en clase. El alcance de este aprendizaje lo determina el alumno, pero no puede ser menor del mínimo establecido para cada materia. El cumplimiento de este mínimo constituye una condición para presentarse al examen de fin de semestre.

Si el estudiante necesita recibir clase, va a clase, si necesita de tutorías para realizar las tareas, asiste a ellas. La nota que obtenga es, así, responsabilidad exclusivamente suya. De hecho, a ningún estudiante que hubiera reprobado el examen final se le ocurriría acercarse al profesor para pedirle una tarea extra, con el fin de aprobar el curso, tal como ocurre con harta frecuencia en nuestro medio, donde hechos de este tipo promueven el establecimiento de relaciones paternalistas y autoritarias entre los alumnos y los docentes. Y el paternalismo no es, en modo alguno, el camino para la conformación de seres autónomos. Sirve, más bien, para que las personas que lo sufren puedan transferir la responsabilidad sobre las consecuencias de sus actos a un tercero.

Muchos profesores universitarios habrán escuchado, en época de exámenes, que sus alumnos les recomiendan calificar con “corazón de padre”. Esta frase, entre cómica e ingenua, es una muestra de la visión fuertemente emocional que los estudiantes tienen de la evaluación. Pedir al profesor que califique con “corazón de padre” es pedirle que, en la calificación, tome en cuenta criterios extra académicos. Constituye, al mismo tiempo, una declaración de desconfianza en su propio trabajo y un intento de forzar la inclusión de elementos afectivos como “relativizadores” de la evaluación académica. Pero, quizá, lo más problemático de esto sea la pretensión del estudiante de que el profesor adopte prácticas autoritarias, pues lo considera una persona con el poder suficiente para actuar de manera injusta y saltarse las reglas si así lo desea.

Una persona autónoma es aquella que se hace cargo de sí misma. Un estudiante autónomo es el que se hace cargo de su aprendizaje. Y en este empeño se irá volviendo cada vez más consciente de sus posibilidades y limitaciones. Al ser consciente de ellas podrá trazar su propia ruta hacia el conocimiento. Sabrá, sin que nadie se lo exija, que necesita asistir a tal o cual clase, que debe ejercitarse más en tal materia, que debe organizar su tiempo de un modo u otro; establecerá prioridades y, sobre todo, irá definiendo y afirmando sus intereses académicos. De ahí la importancia de las materias optativas y de los itinerarios o énfasis en cada carrera.

Las relaciones entre educación y autonomía implican, a la vez, una relación entre ética y pedagogía. La manera en que el alumno enfrente el proceso de aprendizaje tiene que ver con su modo particular de concebir la educación universitaria y su papel de estudiante. Y el desempeño de este papel está condicionado, entre otros elementos, por sus valores personales. El estudiante que se ve coaccionado para asistir a clase o para seguir una carrera que no es la que desea ve disminuido, si cabe la expresión, su horizonte ético. Si se reducen al mínimo sus posibilidades de decidir sobre su nivel de participación en el proceso de aprendizaje, asumirá que no tiene ninguna responsabilidad sobre sus resultados.

La coacción, al contrario de lo que piensan ciertas burocracias universitarias, no fomenta el rigor académico, sino la irresponsabilidad. No se trata, en ningún caso, de que el estudiante decida sobre los objetivos académicos, los contenidos de una materia o las características de las evaluaciones, sino sobre cómo va a actuar para mejor apropiarse del conocimiento que una carrera le ofrece. El modelo educativo debe darle esta oportunidad, teniendo en cuenta que al hacerlo fortalecerá su proceder ético. Si aceptamos esto, quizá debamos rectificar nuestra idea inicial acerca de cuál es el problema central de la universidad ecuatoriana. Y afirmar que, más que de orden pedagógico, el problema principal de nuestra educación superior es de orden ético.

No es seguro —en parte gracias al sistema de admisión a la universidad pública vigente hasta ahora— que todos los estudiantes estén en una carrera que les gusta e interesa. Tampoco es seguro que se encuentren en la universidad por otra razón que no sea la falta de opciones de formación y empleo futuro socialmente valoradas. La excesiva valoración social de los títulos universitarios es tal en el país, que ciertos oficios, la gastronomía entre ellos, se han convertido en carreras universitarias. Sin un interés genuino por lo que estudian, muchos estudiantes, cuyo propósito central es graduarse, adoptan procedimientos antiéticos en su quehacer académico.

Pero los problemas éticos no se presentan solo en los estudiantes. Se observan, también, en los profesores cuando utilizan la enseñanza como un medio de adoctrinamiento y de difusión ideológica. El profesor, a causa de sus funciones y responsabilidades, no puede dejar de ser una figura de autoridad. Pero, tampoco, puede utilizar esta figura, necesaria para conducir el proceso de enseñanza-aprendizaje, en un medio dirigido a alcanzar fines políticos o superar ciertas carencias e inseguridades personales.

El profesor que adoctrina es todo lo opuesto a un intelectual crítico y autónomo. Su dependencia ideológica, a la que disfraza de discurso académico, mina la autonomía de los estudiantes. El adoctrinamiento exige conformidad y sumisión incondicional a la autoridad: la del profesor y la de los santos de su santoral ideológico. La coacción ideológica limita las posibilidades del estudiante de alcanzar la independencia intelectual. Un estudiante en el que ha tenido éxito el adoctrinamiento se convierte en seguidor, y el maestro, en líder o gurú. El profesor ideologizado ha renunciado a la libertad de pensamiento a favor de una doctrina. Y ha transmitido a sus estudiantes su inclinación a la seguridad intelectual, a la fe. Solo que el fiel, privado como está del recurso a la realidad, es incapaz de conquistar su autonomía.

La irrupción, en los estudios sociales, de corrientes de pensamiento alimentadas por el giro lingüístico, ha contribuido al florecimiento, entre los profesores, de la impostura intelectual, es decir, de la simulación del conocimiento, a través del barroquismo lingüístico y la oscuridad buscada. Puesto que la gran mayoría de estudiantes no cuenta, al menos al inicio de la carrera, con el conocimiento y la experiencia necesarios para advertir la impostura, estos profesores reciben, muchas veces, su reconocimiento y admiración.

Dada su oscuridad, el barroquismo lingüístico, que, en la práctica, no es más que pseudoconocimiento, genera en los alumnos un sentimiento de incompetencia (no se sienten lo suficientemente dotados como para entender lo que el profesor dice) o, como protección frente a él, una actitud de simulación intelectual semejante a la de su maestro. El estudiante, presionado por el prestigio de la oscuridad, tiende a fingir que ha entendido aquello que, en realidad, nadie puede entender, por el simple hecho de que es incomprensible. La simulación intelectual, por tanto, es otro obstáculo, a veces insuperable, que se yergue en el camino del estudiante hacia la autonomía de aprendizaje.

Hay un tercer tipo de profesores, que, como los anteriores, tienen problemas de dependencia intelectual. Estos ven la vida académica y la propia práctica educativa como simples procesos de repetición y circulación de información, muchas veces mal procesada. El intercambio de esta clase de información, a su vez, propicia que la vida intelectual y el proceso pedagógico se desarrollen sobre la base del mal entendido.

La dependencia intelectual que sufren estos profesores conlleva la anulación del juicio propio. La obra académica que produzcan, por tanto, presentará un desequilibrio entre el pensamiento propio y el pensamiento ajeno. La “citología” es, desde antiguo, una enfermedad endémica de la vida intelectual y lo sigue siendo en la actualidad. Con el agravante de que la falta de originalidad se suple a través de la hinchazón verbal y el uso del metalenguaje, de la jerga.

Profesores como estos impiden que se cumpla, en los estudiantes, la función básica de la educación universitaria: la formación del juicio propio. Y el conocimiento sin juicio es inservible (Montaigne, traducción 1988). Pero el juicio no se forma de la nada y el conocimiento no puede partir de cero. Hay, pues, que habérselas con el conocimiento existente y tomar partido frente a él.

El propósito del proceso educativo consiste en “incorporar el saber al alma” (Montaigne, traducción 1988), de manera que nos permita transformar el conocimiento ajeno y construir una obra propia. Hay que valerse del conocimiento ajeno para explicarnos mejor. Si no actuamos así, corremos el peligro de caer en la servidumbre intelectual, que se expresa como tutelaje y coacción de la libertad individual. En estas condiciones, es imposible crear. Pues, “quien a otro sigue, ni encuentra nada ni hace nada” (Montaigne, traducción 1988: 106). La servidumbre intelectual paraliza y quien no ha adquirido su independencia intelectual está incapacitado para crear y ayudar a otros a formar su propio juicio.

Siguiendo con Montaigne (Traducción 1988), cuyos juicios sobre la educación y la vida académica no han perdido vigencia, cabe referirse a las virtudes intelectuales por él destacadas. Virtudes que deberían estar presentes tanto en los profesores como en los estudiantes, si, como hemos venido sosteniendo, la autonomía intelectual es la condición principal del proceso de enseñanza-aprendizaje.

Las virtudes que deben cultivar profesores y estudiantes son las siguientes:
• Mantener la curiosidad intelectual
• Tener a la razón por guía
• Ser intelectualmente modestos y reconocer el error propio
• Criticar el defecto donde este se encuentre
• Reconocer la verdad en el otro

También son válidas sus recomendaciones sobre el carácter que debe tener el discurso académico. Este, según el filósofo francés, debe superar la ambición escolástica, que da lugar a la hinchazón verbal y al uso del metalenguaje; y ser breve, pertinente y sencillo. Montaigne defiende el uso del lenguaje familiar. Algo que él mismo llevó a la práctica al utilizar el francés en sus ensayos cuando el latín era la lengua oficial de la filosofía y la ciencia. Señala, además, que la claridad del discurso depende de la claridad del pensamiento y retoma las palabras de Horacio, para quien, “bien se pronuncia lo bien concebido y fácilmente acuden las palabras para expresarlo” (Citado en Montaigne, traducción 1988: 123). ¿Y el maestro? ¿Cuál es la cualidad que define a un buen maestro? “Tener la cabeza bien hecha antes que bien llena”, responde Montaigne.

Referencias bibliográficas

Kant, I. (2007). ¿Qué es la Ilustración? Madrid: Alianza Editorial.
Montaigne, M. (1988). Ensayos. Barcelona: Ediciones Orbis, S.A.

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