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24 de Octubre del 2017
Ideas
Lectura: 8 minutos
24 de Octubre del 2017
Consuelo Albornoz Tinajero

Profesora universitaria, investigadora y periodista, con un doctorado por la Universidad Nacional del Cuyo, de Argentina.

El abuso sexual a infantes y jóvenes en la impunidad desde el siglo pasado
Parece indispensable que la sociedad y las comunidades educativas emprendan en un diálogo que se dirija a prevenir efectivamente el abuso sexual infantil y juvenil. Reconocer la complejidad del desafío permitirá conciliar las múltiples posiciones que existen en la colectividad ecuatoriana.

En octubre de 1996 el país se estremeció con la difusión de una foto, en el diario El Universo de Guayaquil, de un grupo de jóvenes estudiantes de un colegio de esa ciudad manoseando a una muchacha en plena luz del día, en un escenario deportivo.  De ello dieron cuenta, además del periódico que divulgó la imagen, los demás medios nacionales. Ese ultraje fue observado por otros colegiales que aplaudieron a los agresores. También lo miraron algunos deportistas y profesores que permanecieron indiferentes. La violencia cesó cuando los estudiantes advirtieron la presencia del fotógrafo de prensa, a quien insultaron, y luego escaparon. Los malandrines fueron expulsados del centro educacional y enviados a un hogar de observación. Una primera sanción fue la de expulsarles del colegio en el que estudiaban y prohibir su admisión en otros, por dos años. Autoridades del gobierno de turno intentaron justificar el ataque e insinuaron la responsabilidad de la niña en su cometimiento. El caso se diluyó cuando el presidente de entonces, Abdalá Bucaram, intervino y dio su fallo: disminuir las sanciones impuestas a los estudiantes y sustituirlas por trabajo comunitario.  Fin del suceso e impunidad, con apoyo del poder político y de la arbitrariedad.

21 años más tarde, el país está conmocionado al conocer de decenas de casos de abuso y de violencia sexual perpetrados por profesores contra escolares de distintas edades y en varias ciudades del Ecuador. La divulgación de estos hechos de escarnio, nuevamente correspondió a los medios de comunicación; y su difusión está impulsando a que más adolescentes y jóvenes denuncien atropellos similares. El horror de los acontecimientos ha repercutido en la arena política. Una de las preguntas de la consulta convocada por el presidente Moreno incluye una interrogante para impedir la prescripción de los delitos sexuales contra niños y adolescentes. Similar sentido tiene el proyecto de ley presentado por el ministerio de Educación ante la legislatura para evitar la caducidad de las sanciones administrativas por transgresiones sexuales cometidas en contra de niños y adolescentes. Está bien que los funcionarios de gobierno y sus allegados planteen estas acciones. Al menos están tomando nota y con ello se están diferenciando de sus antecesores, a quienes los crímenes sexuales cometidos contra niños e infantes pareció no importarles, conforme lo expusieron los 4 pelagatos, y lo denunció la penalista Paulina Araujo, defensora de una niña violada, cuyo presunto autor fue amnistiado por la constituyente del correismo.

¿Qué ha cambiado desde aquel crimen de 1996 y los de esta última década?  Probablemente hay una mayor conciencia colectiva sobre la magnitud del problema y su atrocidad, lo cual se expresa en un creciente repudio social en vastos ámbitos poblacionales. La ciudadanía ecuatoriana advierte que no se trata de casos aislados, sino la evidencia de una conducta que se ha ido generalizando y que parece extendida en los escenarios educativos, aquellos que las familias suponen un lugar seguro para los niños, adolescentes y jóvenes. Investigaciones, informes, encuestas, acuerdos sobre la pandemia, como denominaba Plan V a la violencia sexual contra niños y adolescentes, han sensibilizado a la sociedad. Esto es positivo. Pero insuficiente.

Datos de la encuesta nacional de relaciones familiares y violencia de género contra las mujeres, de 2011, publicados por Plan V, establecían que “seis de cada diez mujeres y niñas de 15 a 64 años han sido víctimas de violencia en algún momento de su vida”.  Es decir tres millones 260 mil ecuatorianas. Un estudio de la organización Plan Internacional y de la Universidad San Francisco, Patrones de violencia hacia las niñas en el Ecuador concluía que “las niñas tienen 25 veces más probabilidades de sufrir violencia sexual que los niños” y que las niñas no “pueden evitar ser víctimas de la violencia sexual” pues se ha producido una naturalización de esta violencia.  Ahora se la ve como parte del paisaje en las relaciones de “amor, parentesco, autoridad, amistad, confianza”. Una secuela de la extensión y naturalización de esta violencia sería la alta incidencia de embarazos precoces y no deseados, con todas las consecuencias sociales y de salud física y mental que implican, y el enorme número de suicidios juveniles.


Un dato revelador por lo contradictorio, publicado en 2014, es el que presume que “Ecuador fue el primer país en América y el tercero en el mundo que ratificó la Convención sobre
los Derechos del Niño en 1990, un Tratado Internacional (sic) que reconoce a las niñas, niños y adolescentes como sujetos de derechos plenos”. El texto alardea que a lo “largo de 25 años el trabajo por los derechos de
niñas y niños, ha estado dado bajo dos principios fundamentales: el interés superior del niño y la participación”. El documento oficial es un ejemplo de cómo, incluso desde antes del correismo, la burocracia y la tecnocracia ecuatorianas se repletaron de oficinas, de términos seudo expertos, de consultorías inocuas y de retórica grandilocuente para hacer nada. No solo que la situación de violencia contra la niñez ecuatoriana desmejoró, sino que la condición de desprotección a la infancia y a la juventud se ocultó con encuestas, observatorios, estado de los derechos, acuerdos, decretos… En suma el problema se acentuó y se trató de disimularlo con propaganda y palabrería, y con la creación de la tan mentada institucionalidad correísta y una nomenclatura útil solo para quienes se aposentaron en los organismos creados para que nada sucediera.  Fruto de esta práctica y de las políticas que devinieron fue la orden de silenciar los problemas educativos, como lo publicó el diario Expreso. Si ningún actor del sistema educativo informa, los delitos sexuales desaparecen es el mensaje del “acuerdo 0455-12, emitido en 2012”, y al cual acompañó un código de ética que prohibió “a los funcionarios (maestros, rectores, personal administrativo) difundir temas relacionados con el sistema educativo o el Ministerio”.  Claro, el tal ministerio se erigió en el órgano rector de la educación. Y del abuso y de la impunidad, añado. 

En este escenario parece indispensable que la sociedad y las comunidades educativas emprendan en un diálogo que se dirija a prevenir efectivamente el abuso sexual infantil y juvenil. Reconocer la complejidad del desafío permitirá conciliar las múltiples posiciones que existen en la colectividad ecuatoriana.  Ignorar o rechazar a quienes se oponen a la educación sexual, porque no creen que sea una respuesta cierta para prevenir la violencia sexual contra niñas, niños y adolescentes, solo volverá más vulnerables, aún, a las niñas, niños y adolescentes a quienes todos buscamos proteger. Reconocer las diferencias y la diversidad de miradas y centrarse en lo que une a todas ellas, el interés superior del niño, parecería ser la opción para garantizar una vida plena a la infancia y juventud ecuatorianas. Y de ello todos somos responsables.

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