
Desde hace ya bastantes años, Ecuador no es más un país de delito común (la mítica “isla de paz”), sino de crimen organizado. Para que esto sucediera, ha debido establecerse un particular modo de convivencia entre la población, los criminales y el Estado. La consolidación de este nuevo modo de vida se expresa en la ocurrencia cotidiana de delitos antaño excepcionales, como el sicariato, y en el acostumbramiento social a dosis cada vez más altas de horror.
Las últimas matanzas en las cárceles ecuatorianas evidencian la penetración de los carteles mexicanos —y de los conflictos que los dividen— en las bandas locales; así como la lucha de algunas bandas nacionales por afirmar su autonomía y controlar el mercado local de la droga y sus actividades conexas. Son, también, una reacción del crimen organizado a los intentos del gobierno de alterar el modo de convivencia que el Estado había mantenido con él: ese acuerdo que permitía, entre otras cosas, que los capos encarcelados siguieran manejando, con el apoyo de las tecnologías de comunicación, el crimen en el exterior.
Sin influencia en los organismos estatales, el crimen organizado no puede progresar. Lo hace, eso sí, cuando, a cambio de ciertos favores, los funcionarios públicos facilitan el desarrollo de sus actividades y les garantizan impunidad: policías que advierten a los capos de una inminente redada; militares que utilizan los vehículos institucionales para transportar droga; policías y militares que se hacen de la vista gorda ante el contrabando; fiscales que se abstienen de acusar a los delincuentes que han sido atrapados con las manos en la masa; jueces que los declaran inocentes pese a las abrumadoras evidencias en su contra.
Otra forma de comportamiento posible es la omisión. El gobierno, debido a la fuerza del crimen organizado y la falta de recursos para combatirlo, a su filiación ideológica (como la del gobierno de Correa con el grupo narcoguerrillero de las FARC), o al simple cálculo político, se abstiene de controlar el delito y deja territorios enteros en manos de los criminales, tal como sucedió en la zona minera de Buenos Aires (Imbabura), y en el sector otrora dominado por el “Guacho”.
El gobierno, debido a la fuerza del crimen organizado y la falta de recursos para combatirlo, a su filiación ideológica (como la del gobierno de Correa con el grupo narcoguerrillero de las FARC), o al simple cálculo político, se abstiene de controlar el delito.
Si las labores de facilitación del delito y las garantías de impunidad para los delincuentes persisten y tienden a crecer, podemos afirmar que el Estado, de antagonista, se ha convertido en socio del crimen. Es decir, que ha pasado de una posición pasiva en la perpetración del delito a una posición activa.
El crimen organizado, por su carácter expansivo y monopólico, tiende a la agudización del conflicto entre las organizaciones que lo componen. Conflicto que acaba, momentáneamente, con el exterminio de uno de los contrincantes o con la firma de un pacto de no agresión, siempre a punto de quebrarse. Incapaz de resolver el conflicto —dada su participación directa en el crimen—, el Estado puede verse obligado a tomar partido por alguno de los contendientes. En México, en la guerra entre carteles de la droga que se dio durante la presidencia de Felipe Calderón, los criminales de uno de los bandos en disputa exigían que el gobierno mexicano mantuviera una posición neutral porque, para ellos, sus funcionarios estaban favoreciendo a sus enemigos: el cartel de Sinaloa.
Los Latin King, antiguos aliados del gobierno correísta, hasta el punto de que algunos de ellos se afiliaron a Alianza País, mantienen, en las cárceles ecuatorianas, una violenta disputa con los Ñetas.
Los primeros, según Plan V, estarían relacionados con el grupo criminal de Los Choneros, aliados, a su vez, con narcotraficantes mexicanos. Sin embargo, en la edición del 19 de enero de este año, el diario El Telégrafo se refiere a ellos como “esta agrupación social, antes considerada una pandilla”, que “dejó un pasado de violencia”, y destaca que uno de sus antiguos integrantes, Ronny Alega, haya llegado a ser legislador.
Los motines y matanzas carcelarias ocurridos en los últimos meses develan la convicción de los criminales de que el actual gobierno ha roto el pacto de convivencia que les permitió actuar con relativa tranquilidad durante los diez años del gobierno anterior. Revela, así mismo, que Ecuador, como mercado y base de operaciones, es, dada la tendencia monopólica de la economía de la droga, demasiado estrecho para la operación simultánea de varias organizaciones criminales de gran calado.
En algún momento, dichas organizaciones se encuentran y deben optar por la colaboración o el enfrentamiento. Es imposible, pues, que el Estado, convertido ya en socio del crimen, se excluya de esta dinámica. ¿Qué conexiones mantenía el anterior gobierno con el crimen organizado? La reacción del grupo del fallecido “Guacho” nos da indicios sobre una de las posibles líneas de colaboración que se establecieron en la administración precedente y que propiciaron la violenta reacción del grupo, disidente de las FARC, Oliver Sinisterra.
Es difícil de aceptar, de otro lado, que se hayan instalado decenas de pistas aéreas clandestinas en el país, para el transporte ilegal de droga, sin que la fuerza pública lo hubiera advertido. ¿A qué cartel o cárteles favoreció esta ceguera voluntaria? En cualquier caso, los narcotraficantes mexicanos que se encuentran en las cárceles ecuatorianas no son ajenos a la violencia ahí desatada y al desafío que, desde los centros de reclusión, se ha lanzado al gobierno.
El otro componente de la tríada —la población— mantiene una actitud permisiva frente al delito. De no ser así, dejaría de comprar, con pleno conocimiento de causa, artículos robados o producto del contrabando, o se abstendría de sobornar a los policías de tránsito y otros funcionarios públicos. La práctica del soborno a los funcionarios del Estado para conseguir contratos y otros beneficios es muy vieja. Y tan arraigada está, que algunas personas creen, hasta ahora, que la entrega obligatoria, por parte del contratista, del 10% del total del contrato a los funcionarios que se lo otorgaron, se encuentra establecida en la ley.
Para que la práctica del soborno y la extorsión se haya mantenido y llegado a los niveles a los que llegó durante la “Revolución Ciudadana”, era necesaria la existencia de redes y procedimientos delictivos consolidados dentro de las instituciones estatales. Cuando Correa expulsó a miles de funcionarios públicos, con el pretexto de combatir la corrupción, mantuvo a los corruptos en sus puestos. Y de ellos (y otros que reclutó por su cuenta) se vale hasta ahora. Van cayendo algunos peces gordos, pero los peces chicos de los que se servían en beneficio propio y el de estos, siguen enquistados en las instituciones públicas, y son cientos: bodegueros, choferes, secretarias, abogados, directores departamentales, presidentes de los sindicatos.
Esos operadores grises son los que, luego de renunciar, por ejemplo, al Ministerio de Energía, pasan a servir a las empresas mineras que dicho ministerio controla. Son esos seres grises, o verdes, los que pierden o manipulan las evidencias de un delito, y los que retardan hasta lo indecible el procesamiento de quejas, demandas y denuncias. Son esos, también, los que manejan las cosas de tal modo, que, en los conflictos judiciales que suelen darse entre el Estado y ciertas empresas, especialmente, del sector minero, es el Estado el que, por lo general, pierde.
“¿Cómo le va?”, pregunta un excompañero de trabajo a la antigua guardalmacén del Ministerio de Obras Públicas de una ciudad del centro del país. “Muy bien”, responde. “¿Y para adónde?” “Acá, nomás. A cobrar unos arriendos de la casita de cinco pisos que tengo en el norte”.
Algunos jefes han caído, pero la estructura se mantiene en pie, sus miembros, apenas se presenta la ocasión, la aprovechan a fondo.
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