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2 de Enero del 2020
Ideas
Lectura: 11 minutos
2 de Enero del 2020
Fernando López Milán

Catedrático universitario. 

El affaire “preciosa” y las trampas de la relatividad
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La gente se está volviendo cada vez más susceptible. Y su hipersensibilidad ha contribuido a la proscripción de conductas de aproximación entre los seres humanos, antaño aceptadas con naturalidad, y ha favorecido, como contrapeso, las que se dan entre personas y animales.

No se conoce la escala de valores según la cual la ministra de Gobierno, María Paula Romo, juzga las acciones de sus subordinados y califica a un acto de violento.

En agosto de 2019, circuló un vídeo en el que se veía a un policía asestar dos patadas en la cara a un delincuente que se hallaba esposado y tirado bocabajo en el piso, es decir, en absoluta indefensión. La razón de los golpes habrían sido las amenazas de muerte que dicho individuo hizo al policía. Obligada por la presión pública a pronunciarse sobre el hecho, la ministra Romo justificó la actuación del policía arguyendo que no era más que un error de procedimiento, que no afectaba la esencia de su trabajo, que, por lo demás, ella respaldaba plenamente.

Las consecuencias de golpes como los que el delincuente recibió pueden ser muy graves. Van de la fractura de los huesos de la cara y daños en la visión a contusiones del cerebro —por la fuerte agitación de la cabeza— y la muerte. La ministra, sin embargo, se cuidó de calificar los puntapiés del policía como hechos de violencia. Le pareció violento en cambio que, en una calle de Guayaquil, otro policía hubiera llamado “preciosa” a una transeúnte. Dijo que se trataba de algo inaceptable, de un acto de violencia machista y que “si queremos sociedades más seguras, ¡debemos luchar contra todas las violencias!”.

Para la ministra Romo, patear en la cara a un delincuente inmovilizado se justificaba en la medida en que era una reacción emocional propia de todos los seres humanos. Llamar “preciosa” a una mujer —lo cual también es un desborde emocional— le parecía, en cambio, injustificable.

A propósito de este hecho, se me viene a la memoria un poema de Ezra Pound, titulado El estudio en estética.

Ahí, dice Pound:

Los niños pequeñitos con calzones remendados,
Asaltados por una sabiduría no habitual,
Dejaron de jugar cuando pasaba ella
Y gritaron en medio de sus guijarros:
¡Guarda! ¡Ahí, guarda! ¡ch´ é be´a!

Es posible que la misma emoción que, en los niños del poema de Pound, suscitó el paso de una mujer y les hizo exclamar ch´ é be´a, ¡qué bella!, o el estado en que Don Quijote concibió a Dulcinea del Toboso, haya llevado al policía de Guayaquil a gritar “preciosa” a la transeúnte que pasó frente a él.

Ella se sintió ofendida y, según sus propias palabras, “estalló”. Y dejó claro a los policías que escucharon su airado reclamo que el adjetivo “preciosa” solo puede aplicarse a los objetos y no a las personas. Y que quien lo había utilizado para referirse a ella era un “imbécil”. Agregó que, ante la falta de reacción del oficial increpado, “en (su) histeria” siguió su camino.

Pese a que es bastante claro, quizá convenga enfatizar que el término “imbécil” tiene una carga ofensiva de la que carece el término “preciosa”, y que el estado de histeria en el que, de acuerdo con su propia confesión, se hallaba la mujer piropeada es fértil para el surgimiento de palabras semejantes a “imbécil”, mientras que el estado en el que se encontraba el policía lleva a las personas a utilizar términos similares a “preciosa”.

El predominio del discurso de la diferencia sobre el de la igualdad ha generado, en el país, una especie de distorsión valorativa, que implica que ciertas condiciones identitarias deciden si un hecho es malo o bueno, violento o no. Así, no habría conductas buenas o malas, violentas o pacíficas en sí mismas, sino en función de la categoría —y de la clase social— de las personas a las que afectan.

La distorsión valorativa se expresa, también, en la gravedad que se atribuye a unos hechos, independientemente del daño real que estos provoquen a las víctimas directas y a la sociedad. Aunque se entiende que es más grave defraudar al fisco que robar un celular, María Sol Larrea, que perjudicó al Estado en varios millones de dólares, estuvo a punto de salir en libertad luego de haber cumplido menos de un año de su sentencia por peculado, gracias al habeas corpus concedido por tres jueces de la Corte de Justicia de Tungurahua. Jairo M., en cambio, que robó a un taxista un celular de 450 dólares,  en el sector de San Roque, Quito, fue condenado a un año de prisión, y al pago de 1180 dólares de multa y una indemnización de 180 a su víctima (Diario El Comercio, 12 de enero de 2016).

En el caso que nos ocupa, uno de los seguidores de Catherine Torres —la mujer que recibió el piropo— equipara la exhibición del pene en un bus de la Metrovía con el “gritar pendejadas (piropos)”. Y añade que “ese preciosa, guapa, rica, mamita y chiflido son la raíz” del acoso sexual.

El razonar de este modo es propio de fanáticos. Son estos los que, contra toda lógica, ponen en el mismo nivel conductas que no son ni infracciones ni delitos con otras que sí lo son. Sin notar que, al hacerlo, van contra los derechos de las personas y los principios jurídicos que regulan la aplicación de sanciones en un Estado de derecho.

Afirmar, de otro lado, que el “gritar pendejadas” es la raíz del acoso sexual es un gran despropósito; una falacia, por el simple hecho de que nadie ha demostrado (ni lo puede hacer) la existencia de una cadena causal que, arrancando del piropo, termine en las distintas manifestaciones del acoso y la violencia sexual. Acosadores hay que jamás habrán dicho un piropo en la calle a una mujer. Acosadores hay que se suman a protestas como las de Torres. Acosadores hay con problemas psiquiátricos y afectivos, y otros que no tienen ninguno de estos problemas.

La gente se está volviendo cada vez más susceptible. Y su hipersensibilidad ha contribuido a la proscripción de conductas de aproximación entre los seres humanos,  antaño aceptadas con naturalidad, y ha favorecido, como contrapeso, las que se dan entre personas y animales.

La mujer a la que el policía llamó “preciosa” señala, en su cuenta de twitter, que los hombres deben entender “que sus palabras matan. Se sienten como puñaladas sin cesar”. Y, en otro mensaje, afirma que habló “por las que ya no pueden, por las que les quitaron la voz con la muerte, por las que están presas y por las que aún callan por miedo”.

La histeria, estado en el que reconoció encontrarse la denunciante del piropo, es un estado de excitación nerviosa, en el que se producen reacciones exageradas. Hallarse en un estado semejante puede producir una visión distorsionada de la realidad.

Varios problemas se advierten en estas expresiones. Si las palabras matan, se entiende que quien dice un piropo es un asesino de facto o potencial. Con lo cual, se relativiza la gravedad de los asesinatos reales de mujeres, esos que se cometen con golpes y con armas. Y, al mismo tiempo, se obstaculiza la búsqueda de soluciones plausibles al problema. Si este se encuentra en las palabras, basta, al estilo maoísta, con reeducar a los “piropeadores” y asunto concluido.

La histeria, estado en el que reconoció encontrarse la denunciante del piropo, es un estado de excitación nerviosa, en el que se producen reacciones exageradas. Hallarse en un estado semejante puede producir una visión distorsionada de la realidad. Por esta razón, la denunciante se autoproclama portavoz de las mujeres asesinadas y de las que se encuentran en la cárcel por haberse practicado un aborto. Más aún, perdido todo sentido de las proporciones, llega a equiparar la molestia que le produjo el ser llamada “preciosa” con los feminicidios y la penalización del aborto.

Ante las declaraciones de la ministra Romo sobre su caso, que considera un logro de “todes”, augura que lo dicho por la funcionaria “no quede en palabras y podamos denunciar cuando este tipo de cosas pase y existan represalias. Les envío muchísimo amor”. Se trata, pues, de una exigencia al Estado para que convierta en delitos conductas habituales que molestan a algunas personas. Es decir, para que se penalice y judicialice la vida cotidiana. Aceptar esto es descender, irremisiblemente, por la pendiente del control total. Y, lo que es tan grave como paradójico, con “muchísimo amor”.

Nuestras sociedades se llenan cada vez más de hipersensibles de todo tipo. A estos cualquier cosa les ofende. Y mientras más sensibles a la ofensa se muestran, más control ejercen sobre sus semejantes: ¡esa amenaza! Los hipersensibles sienten una fuerte atracción por el poder. Y para que los demás actúen conforme a sus deseos, utilizan como instrumento su real o fingida, pero siempre extrema, sensibilidad. Actuaciones como las de la ministra Romo, basadas en una valoración acomodaticia y en extremo relativista de la realidad, confunden a la población y alientan los afanes de control y poder de los más rabiosos inquisidores.
 

[PANAL DE IDEAS]

Fernando López Milán
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