
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
El informe de Human Rights Watch (HRW) sobre los excesos represivos cometidos por la Policía el 17 y 18 de septiembre ha empujado al Gobierno a un auténtico berenjenal.
Ni los cuestionamientos oficiales al mencionado informe, ni la descalificación de dicha organización son suficientes argumentos para obviar los hechos: HRW intervino activamente durante el régimen de León Febres Cordero para defender a las víctimas de la tortura, exigir justicia para los presos políticos, condenar las persecuciones y los asesinatos extra-judiciales y, en resumen, cuestionar la sistemática violación a los derechos humanos aplicada por ese Gobierno. Algo que ni el actual Presidente de la República, ni su Ministro del Interior, ni la mayor parte de dirigentes de Alianza País hicieron en su momento.
Además, la réplica del Gobierno tiene que lidiar con las evidencias. Las imágenes de la represión son contundentes, así como el ensañamiento judicial con los estudiantes detenidos, algo nunca visto en nuestra atribulada historia nacional. Ahí están los sentenciados, los escarnecidos, las humildes madres de familia forzadas a pedir perdón de rodillas, palpable demostración de una política oficial que ha hecho del castigo su esencia ideológica.
También hay que considerar las denuncias de los afectados, algunos de los cuales hablan hasta de torturas. Por principio –y por experiencia–, las denuncias de los detenidos que han sufrido maltratos policiales no deben ser desechadas bajo el argumento de una supuesta desproporción. Siempre el poder tiende a minimizar estas incómodas acusaciones. En ese sentido el gobierno de Correa no es la excepción. Su pronunciamiento frente al informe de HRW tiene demasiadas similitudes con el viejo discurso de los regímenes autoritarios y de derecha en América Latina: justificar la brutalidad policial por cuenta de los excesos de los manifestantes, relativizar los derechos humanos para equiparar al Estado con los ciudadanos, victimizar a los miembros de la fuerza pública, satanizar la lucha callejera de los jóvenes, denunciar supuestas conspiraciones desestabilizadoras. Con esto demuestra que no ha entendido, o simplemente no tiene interés en entender, la esencia y el sentido de los derechos humanos.
En esta lógica de justificaciones-acusaciones el Gobierno ha caído en las arenas movedizas de la manipulación mediática: mientras más vocifera contra HRW más se hunde. Porque lo que aquí está en juego no son las credenciales de esta organización, ni la “restauración conservadora” internacional, ni siquiera los pormenores de la represión. Lo que realmente debemos preguntarnos es por qué el Gobierno tuvo la necesidad de reprimir al pueblo en las calles de Quito, por qué autorizó una movilización –esta sí desproporcionada– de elementos policiales, por qué organizó una contramarcha para amedrentar a los trabajadores. En síntesis, por qué trató a los sectores de izquierda como enemigos.
Desde una perspectiva medianamente democrática y tolerante, cualquier régimen admite la existencia del descontento popular como parte de la convivencia social. A menos que se sienta imbuido de una misión teocrática. Estanislao Zuleta sostiene que la erradicación de conflictos en una sociedad no es una meta deseable: “una sociedad mejor es una sociedad capaz de tener mejores conflictos, de vivir productiva e inteligentemente en ellos”. ¿No es un excelente conflicto afrontar las contradicciones con una sociedad organizada, con movimientos sociales que plantean alternativas, con sectores políticos que defienden proyectos colectivos a la luz pública? ¿O es que el Gobierno prefiere el atajo de las intrigas palaciegas, de los contubernios a puerta cerrada y de los pactos de trastienda? Entre diálogo y autismo existe una distancia inconmensurable; la misma que existe entre transparencia y corrupción. El principal problema es que el autoritarismo político siempre enfrenta un drama irresoluble: cuando tiene que dialogar lo hace a regañadientes, obligado por las circunstancias. Y en esa lógica, su torpeza e intransigencia portan el germen de su propia destrucción.
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