
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
El terremoto de Manabí se está convirtiendo en el berenjenal donde se quedará enredado el correísmo. Al contrario de lo que muchos analistas presagian, resulta altamente improbable que el gobierno saque provecho de la catástrofe.
Confluyen demasiados factores adversos: al terremoto se suman el deterioro progresivo de la credibilidad del régimen y la profunda crisis económica. Una auténtica bomba de tiempo.
Pero el elemento que más conspira contra los intereses del oficialismo es el modelo de gobierno. El caudillismo impuesto por Alianza PAÍS impide un manejo coordinado de la emergencia y de la posterior reconstrucción. La omnipresencia del caudillo plantea una contradicción insalvable entre el síndrome de la vedette y el síndrome del pararrayos. Veamos.
Rafael Correa no puede dejar de erigirse en la figura única y absorbente del manejo de la crisis. Desde la lógica personalista aplicada durante una década, necesita mantenerse como el centro de las luminarias y demostrar un control absoluto de las decisiones. Lo vimos desde el momento mismo del sismo: no es descabellado suponer que la parálisis oficial durante las primeras dos horas del evento se debió, más que a la anquilosada capacidad de reacción de sus timoratos subordinados, a una disposición emanada desde el Vaticano. El terremoto era la gran oportunidad para forzar una suerte de heroísmo mediático alrededor de la figura presidencial.
En su ensimismamiento, Correa tardó en darse cuenta de que la magnitud del desastre era incompatible con un cálculo publicitario tan mezquino y banal. Al final no le quedó más remedio que aceptar que el vicepresidente Glas se robara todas las cámaras durante las primeras 24 horas.
La posterior recuperación del protagonismo perdido en esas horas cruciales ha oscilado entre la ridiculez y la torpeza. Las metidas de pata del Presidente han sido interminables. Entre el show publicitario y sus desacertadas declaraciones (algunas de las cuales han llegado a crueles extremos), tenemos a una sociedad con mayores dudas sobre la capacidad del gobierno de responder a la emergencia. La hipertrofiada estelaridad de Correa terminará –no lo duden– en el más rutilante desencanto. Como en una telenovela.
En efecto, la sobreexposición mediática en medio de una situación plagada de sobresaltos y azares puede generar efectos indeseados, sobre todo porque Correa no posee ni la madurez ni la serenidad ni la sapiencia para enfrentar un episodio tan complicado e imprevisible. Lo demuestran sus hirientes amenazas a aquellos damnificados que exigen una respuesta (¿a quién más, sino al caudillo?) a su desesperación, a sus penurias, a su miseria. Diez años de elogios y pleitesías, gracias al despilfarro de fondos públicos, no le enseñaron a lidiar con las emociones negativas de la gente.
Mal presagio: las reacciones ciudadanas pueden empeorar a medida que la incertidumbre y la impotencia se incrementan. Los crecientes reclamos pueden terminar chamuscando a un Presidente-pararrayos que quiere figurar hasta en las circunstancias más insignificantes. El culto a la personalidad puede transformarse, en el momento menos pensado, en irrespeto popular.
En este escenario, la posibilidad de poner al frente de la reconstrucción a una figura con un perfil honesto, convocante, ejecutivo y flexible, pero sobre todo ecuánime, luce imposible. En primer lugar, porque ese personaje tendría que provenir de fuera del ámbito gubernamental (no hay nadie que reúna esos requisitos al interior); algo inconcebible dentro de la visión autoritaria y centralista del correísmo. Poco importa la suspicacia que ya comienza a desarrollar la ciudadanía respecto de la escasa transparencia en la administración de los recursos para la emergencia. El objetivo primordial del régimen es el manejo de la plata y el control político-electoral. Demasiada tentación como para no arriesgarse a navegar por las peligrosas aguas de la corrupción.
Porque a menos que los altos funcionarios del gobierno y los dirigentes de Alianza PAÍS sean unos ingenuotes, saben perfectamente bien lo que se juega detrás de un proceso de reconstrucción de la magnitud del que se nos viene. Ejemplos sobran, aquí y en la quebrada del ají. Muchos de los engreídos del correísmo seguramente están frotándose las manos con los jugosos contratos que se anuncian. A diario estarán recitando la vieja oración del gitano: “Dios mío, no me des plata, pero ponme donde haiga”. Serán los primeros en presionar para que alguien íntegro no quede a la cabeza de la reconstrucción. Y, de paso, para que la fiscalización social permanezca en la congeladora.
Porque el manejo discrecional de los fondos contradice por completo la necesidad de establecer alianzas múltiples, acuerdos sociales y estrategias consensuadas. Sobre todo, excluye a los sectores más vulnerables de la sociedad civil (en primer lugar, a los damnificados). La supuesta eficiencia tecnocrática que querrán vendernos desde el gobierno no sintoniza con los tiempos propios de las organizaciones sociales, más lentos, es cierto, pero infinitamente más efectivos y sostenibles. Y, sobre todo, más democráticos, equitativos y transparentes. Algo en esencia incómodo para la agenda política y los intereses pecuniarios del correísmo.
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