
Ecuador tiene una particular afición por los carnavales, no por la bella fiesta popular, esa catarsis efímera e indispensable para soportar la realidad; sino por el acto excéntrico en el que como individuos aislados nos relacionamos con lo público y lo colectivo.
Asistimos a los eventos de la democracia de la misma manera en que nos arremolinamos a ver al payasito de plaza para arrojarle el voto como calderilla que nos estorba en el bolsillo, con ese desamor elegimos y, ya contado el chiste, escupimos al piso para volver a lo que estábamos maldiciendo al mamarracho que nos hizo perder el tiempo.
Comunicamos en una comparsa furiosa de redes que prefieren las diatribas al diálogo, el escándalo a la justicia, el ruido a la idea, el insulto al argumento. Le llamamos ideología a cualquier discurso manido y hueco que contenga palabras claves para ubicarnos a la diestra o la siniestra de un otro que está de espaldas. Giramos borrachos y desenfrenados buscando una violencia que no se nos ha perdido pero que siempre nos encuentra.
Encerrados en esta representación fragmentada de país, nos aterra salir a la incómoda realidad. Hace rato ya, dejamos de buscar y construir las señas de identidad trastocadas en los abalorios del poder, nos conformamos con abuchear y lanzar tomates podridos a los malos representantes, mientras permanecemos aferrados a la butaca
Hacemos política en tinglado religioso, donde los gesticulantes de turno, desentierran rancios argumentos que gritan al público como la verdad y su moraleja, resucitan las momias, exorcizan demonios imaginarios y desatan catarsis de fe en las que florecen detestables mesías y profetas del populismo.
Educamos en el melodrama y el engaño como habilidades para la vida y en la subordinación como mérito de carácter. Repetimos y olvidamos las líneas de una historia que jamás entenderemos, nos iniciamos como adictos del adulo y memorizamos la ley del menor esfuerzo.
Encerrados en esta representación fragmentada de país, nos aterra salir a la incómoda realidad. Hace rato ya, dejamos de buscar y construir las señas de identidad trastocadas en los abalorios del poder, nos conformamos con abuchear y lanzar tomates podridos a los malos representantes, mientras permanecemos aferrados a la butaca.
El 2021 nos espera otro estreno de la misma tragicomedia, se extiende la papeleta como boleto de entrada a un carnaval infinito. Allá afuera nada cambiará —como no sea para empeorar— a menos que dejemos de ser espectadores del destino para hacernos cargo de construirlo.
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