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4 de Septiembre del 2023
Ideas
Lectura: 3 minutos
4 de Septiembre del 2023
Juan Cuvi

Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.

El colapso de la modernidad
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No solo nos indigna la posibilidad de que los capos del narcotráfico puedan convertirse algún día en ilustres personajes del poder. Nos estremece, sobre todo, confirmar que el sueño de la modernidad llegó a su fin.

¿Por qué nos aterramos del fenómeno de la violencia narcocriminal, si la historia está plagada de violencia, en la mayoría de los casos respaldada por normas legales? ¿Acaso no fueron actos violentos la conquista de América, el coloniaje o el huasipungo? ¿Y la tortura y la hoguera, sacramentadas por la iglesia católica durante la Santa Inquisición? ¿Acaso las mitas o las dictaduras latinoamericanas no fueron crímenes brutales cobijados por mecanismos retorcidos del derecho?

Si entendemos a la política como un ejercicio de poder, entonces es difícil disociarla de la utilización de la fuerza. Hasta ahora, la noción de poder en todas las civilizaciones no ha sido entendida como la posibilidad de actuar por el bien común, sino de dominar. Y ahí es donde se genera el debate entre legalidad y legitimidad.

En el Ecuador, el dominio de las élites siempre gozó de legitimidad, aunque careciera en muchos casos de legalidad. La consigna de que la ley se acata, pero no se cumple, ha atravesado nuestra vida republicana hasta ahora.

Basta observar el funcionamiento de la justicia o la evasión mañosa de las obligaciones tributarias para ratificarlo.

Los conquistadores españoles, la mayoría de los cuales goza del reconocimiento oficial mediante monumentos y otras formas de perpetuación, no distan mucho de los capos del narcotráfico. Al menos en sus prácticas y en sus dispositivos para ejercer el poder: violencia armada, irrespeto absoluto por la vida ajena, control territorial a partir del terror, imposición de códigos de conducta paralelos a los oficiales. Al igual que los encomenderos y los hacendados republicanos que heredaron su poder, siempre aplicaron su propia ley donde reinaban. Y en ninguno de los casos el Estado tuvo las condiciones para imponerles su autoridad.

Hoy también tenemos un Estado incapaz de ejercer la autoridad sobre los amplios territorios controlados por las mafias. Ni siquiera sobre espacios perfectamente delimitados como las cárceles. Mientras tanto, la legitimidad narcocriminal se va consolidando allí donde el Estado se repliega y la sociedad se resigna.

En los barrios marginales de Medellín, por ejemplo, la figura de Pablo Escobar sigue contando con una veneración general. Bastó que hiciera obras caritativas que reemplazaron la ausencia o la desidia estatal para que la población lo retribuyera con una devoción ilimitada. No estamos lejos de que algo similar empiece a suceder en el Ecuador.

La gran diferencia con el pasado es que hoy la ilusión de la modernidad se desvanece paulatinamente. El ideal de la democracia como mecanismo legal y racional para resolver los conflictos políticos hace aguas. Cuando suponíamos que el crimen era una anomalía del sistema, un efecto secundario del capitalismo, resulta que se ha convertido en un actor político central. Como en los siglos anteriores.

No solo nos indigna la posibilidad de que los capos del narcotráfico puedan convertirse algún día en ilustres personajes del poder. Nos estremece, sobre todo, confirmar que el sueño de la modernidad llegó a su fin.

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