
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Lamentable imagen la del jueves 2 de julio por la noche. Retrata de cuerpo entero al régimen: Ministro y Viceministro del Interior, refugiados detrás de los toletes y escudos policiales, azuzando a sus huestes a agredir al pueblo de Quito en las calles.
Secundando consignas ofensivas contra la primera autoridad de la ciudad. Ofendiendo de gesto y palabra a los manifestantes. Presuntuosos en su espanto. Cuando un proyecto político pomposamente autocalificado de revolucionario tiene que echar mano de las fuerzas represivas para protegerse de las masas, es porque algo no encaja.
El correísmo, es cierto, jamás ha sustentado su estrategia en la movilización consciente y organizada de los sectores populares. Eso quedó confirmado con la escuálida respuesta ciudadana el 30-S frente al llamado a “defender” al gobierno. Pero de esa inconsistencia a la represión abierta de hoy existe una enorme distancia, una incomprensible paradoja.
La cosa, sin embargo, no queda ahí. En días pasados, el Ministro de Defensa y la máxima autoridad militar han tenido que salir a aclarar que la Fuerzas Armadas no le han retirado el apoyo al Presidente de la República. ¿Cómo así? ¿No se suponía que la Fuerzas Armadas ya no intervenían como garantes de la democracia? En cualquier democracia que se precie de tal un pronunciamiento así sería inconcebible, inaceptable, absurdo.
En principio, estas declaraciones no tendrían ningún sentido a no ser que pongan en evidencia una situación incierta y complicada. Porque lo único que logran es confirmar lo que todos sospechamos: que nuestra democracia sigue siendo tutelada (en última instancia) por la institución militar. ¿Es tan fuerte el temor del correísmo al pueblo que requiere de estos mensajes subliminales? ¿Están advirtiendo a la ciudadanía descontenta sobre las eventuales consecuencias de las protestas callejeras?
En la misma tónica toca interpretar el manoseo mediático de la visita del Papa. El régimen apunta a cerrar la pinza del control social frente a una situación que se puede tornar inmanejable. La fuerza bruta dulcificada con un barniz franciscano puede ser un efectivo instrumento político, aunque la figura retrate a un Presidente agarrado de la sotana del Papa para resguardarse de la oposición.
No obstante, el gobierno no puede estar seguro de que la ciudadanía no separe la religión de la política, la comunión de la represión, la hostia del tolete. El fervor puede resultar insuficiente para neutralizar la indignación. Al contrario, una vez concluido el arrebato místico colectivo, esa indignación puede retornar con mayor fuerza, alentada además por la sospecha de una condenable manipulación oficial. La feligresía puede aceptar al poder eterno, pero al mismo tiempo rechazar al poder temporal.
Lo que tal vez no entra en los cálculos oficiales es que la fusión de la espada y la cruz tiene una carga simbólica brutal. Sobre todo en la América católica. Representa la devastación y la muerte: la guerra santa, la conquista, la Inquisición. Y también representa la oposición al cambio: el obispo Schumacher contra la Revolución Liberal,los cristeros mexicanos contra el laicismo. Por eso, justamente, los sectores más avanzados de la sociedad plantearon la separación de la Iglesia y el Estado; y por eso surgió la teología de la liberación.
La fusión de la espada y la cruz resume las posiciones más retrógradas y represivas de la política. Su encarnación más fidedigna son las dictaduras militares asesinando opositores entre efluvios de incienso y bruma de agua bendita. Cuando el correísmo se atrinchera tras una empalizada de fuerza policial e ideología religiosa, envía un mensaje preocupante. Fanatiza la política. En cada marcha ciudadana la Plaza de la Independencia se asemeja más a una fortaleza medioeval sitiada que a un espacio público ofrendado a la libertad. Destila miedo, agresividad y dogmatismo.
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