
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
La pugna entre el gobierno y el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS) pone en evidencia la extrema ridiculez institucional en que ha caído el país. Que el presidente Lasso decrete la devolución del edificio donde funciona ese organismo equivale a que el dirigente de un equipo de fútbol les exija a sus rivales de turno que le devuelvan los botines. Peor aún considerando que el CPCCS, según la Constitución, constituye un poder del Estado independiente.
Dejando de lado la parte anecdótica del conflicto, toca reflexionar sobre el problema de fondo. Es decir, sobre la disfuncionalidad de este engendro autoritario que se inventaron en la Constituyente de Montecristi, y que atenta contra el más antiguo dispositivo democrático de la política: la representación ciudadana. Una institución creada por los griegos hace tres mil años y codificada por los romanos hace 25 siglos, cuando instituyeron la primera república. La representación ciudadana no es, como muchos pueden pensar, una creación de la modernidad para desmontar el absolutismo monárquico. Es mucho más antigua.
La imagen de esta figura democrática es tan fuerte que aún hoy, luego de tanto tiempo transcurrido, el escudo de la ciudad eterna ostenta una sigla latina que define la adhesión incuestionable a este principio: SPQR, Senatus Populusque Romanus, el pueblo y el Senado de Roma como la máxima expresión del poder político. Aunque es cierto que la conformación de ese Senado adolecía de graves deficiencias respecto del origen de sus delegados, hay que rescatar la idea central de que cualquier institución que exprese los intereses de una colectividad es el mejor antídoto para las tendencias despóticas de un gobernante.
Pero a pesar de estos antecedentes, en la Constitución de 2008 se reemplazó ese precepto universal por una entidad restringida carente por completo de representatividad y, por lo mismo, de legitimidad.
Bajo el argumento de que los congresos de la República eran el antro predilecto del chantaje, los chanchullos, la corrupción y la conspiración, se creó un organismo de bolsillo que supuestamente resolvería gran parte de nuestras deficiencias institucionales. Las deplorables consecuencias están a la vista.
La idea –por lo demás bastante fundamentada– de que la función legislativa es la encarnación de las peores taras políticas del país desconoce una realidad tan palpable como patética. Los asambleístas, legisladores, diputados o como quiera llamárseles son el fiel reflejo de nuestra sociedad. No solo eso. Son el producto de las prácticas y conductas que los demás ciudadanos reproducimos en nuestra vida diaria. No se puede pedirle mangos a un árbol de tocte.
Mal que bien, en cualquier república moderna la Asamblea Nacional constituye el primer poder del Estado.
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