
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Un cuco recorre el Ecuador: la autonomía. Ante su conjuro se activan todos los mecanismos del sistema: instituciones del Estado, Fuerzas Armadas, gremios empresariales. Ven en el movimiento indígena la encarnación de la disolución nacional.
Lucio Gutiérrez y Rafael Correa supusieron que en una década podían aniquilar a un actor social que ha resistido durante 500 años. Pura fatuidad e ignorancia. Pensaron que a punta de publicidad podían negar la realidad. Y aquellos sectores que los secundaron creyeron, ingenua e interesadamente, que la pacificación definitiva había llegado. Los levantamientos indígenas eran cosa del pasado. El país, ahora, podía enrumbarse por la vía del progreso capitalista.
El discurso de la unidad monolítica, unívoca y uniforme del Estado-nación volvió a la carga. Como si las decenas de pueblos y nacionalidades indígenas fueran una invención de la CONAIE. Como si la diversidad cultural fuera una ficción.
Por eso la sociedad ecuatoriana vuelve a mirar atónita un país paralizado por el levantamiento de octubre. Por eso la clase política nacional está absolutamente desconcertada. No entienden nada. Creyeron que el paro se resolvería como siempre: protesta y tranza con los choferes. Las metidas de pata y los exabruptos de sus principales dirigentes se han hecho recurrentes en los últimos días. Nebot y Lasso acaban de empeñar sus candidaturas. Correa ratifica su estado delirante. Moreno queda convertido en una maligna contingencia.
Lucio Gutiérrez y Rafael Correa supusieron que en una década podían aniquilar a un actor social que ha resistido durante 500 años. Pura fatuidad e ignorancia. Pensaron que a punta de publicidad podían negar la realidad.
Las élites ecuatorianas tampoco han entendido que la bonanza petrolera, una vez más, mantuvo en la marginalidad a importantes sectores sociales. Los indígenas siguen exhibiendo los peores indicadores de bienestar de país. Que hoy salgan a las calles, con unas medidas aún más devastadoras para las economías familiares, era previsible.
Es difícil percibir desde la comodidad urbana los procesos de fermentación social que se producen en las periferias. Los espacios locales tienen sus propias dinámicas. Mucho más las comunidades y territorios indígenas, donde la construcción de imaginarios responde a lógicas más complejas.
En este contexto, la reivindicación autonómica ha cumplido un papel fundamental. No se refiere únicamente a una formalidad jurídica, sino a una respuesta vital frente a la ofensiva colonizadora del Estado. Es la defensa de la cultura en su sentido más amplio y abarcador: un mundo, una cosmovisión, una forma de vida. El levantamiento vuelve a espetarle al sistema sus abusos e incoherencias.
Los indígenas no serán una mayoría en el país, pero son el único sector que tiene capacidad para insurreccionarlo, no solo paralizarlo. Y estas son palabras mayores. Que los gobiernos de turno y las élites no lo acepten refleja una imperdonable ceguera. Que pretendan integrarlos a unas dinámicas contrapuestas con sus lógicas comunitarias es una necedad. Que quieran imponerles una visión compacta sobre la estructuración del Estado es un atropello. No obstante, insisten. Como dice el dicho, ¡dale la mula al trigo!
¿Qué va a hacer el Ecuador con esta inocultable realidad? Frente al hartazgo de la política formal, la gente busca expresiones democráticas alternativas. La proliferación de espacios y expresiones propias es evidente. La idea de lo comunitario recupera su sentido frente a la ofensiva del mercado por individualizarnos como personas y uniformizarnos como consumidores. Más temprano que tarde la sociedad se dará cuenta de que la única política válida es la que se construye desde su seno, no la que nos imponen desde arriba. La autonomía es el mejor antídoto contra el control político desde el poder.
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