
Profesora universitaria, investigadora y periodista, con un doctorado por la Universidad Nacional del Cuyo, de Argentina.
La salida de la Casa Blanca del ex presidente Donald Trump me ha recordado los días finales del régimen del ex presidente Correa. El delirio, la tozudez, las amenazas y la mentira marcaron ambas partidas. Sus últimos momentos como gobernantes resumieron, en una suerte de síntesis, el apego al poder de ambos personajes y sus empeños por entorpecer el camino a sus predecesores. Aún a costa del bien de sus respectivos países y de sus compatriotas.
La actitud de ambos individuos corresponde a la ofuscación propia de los autócratas, de los populistas. Y de quienes, por sentirse predestinados a la leyenda, no pueden admitir la realidad. Ni siquiera pueden mirarla. Tal es su debilidad, alimentada quizá por su miedo a no ser lo que se creen, que terminan atrapados en la adicción al adulo, en el ensimismamiento de la propaganda, en el engaño de sus propias ficciones, sin importar cuan absurdas ellas pudieran ser.
El problema de jefes de estado como Trump y Correa es que sus salidas, a pesar de revelar sus trafasías, y a veces hasta condenarlos a la cárcel, no siempre los sepultan, tal vez porque durante el ejercicio de su dominación construyeron comparsas de adeptos a quienes lograron engañar. O cooptar. Verdaderas cofradías de creyentes, quizá tan temerosas como ellos para tolerar el mundo real, tan repleto de contradicciones, de complejidades y, muchas veces, de sinsabores e ingratitudes. Por ello estos déspotas son expertos en crear mundos paralelos, gestionados por ejércitos de troles, que disgregan, y esparcen contenidos falsos, pero con apariencia de autenticidad para propagarlos entre sus seguidores. Ya lo vimos en la campaña electoral y luego de las elecciones estadounidenses. Lo contemplamos durante el correato y lo estamos mirando ya en vísperas de los comicios ecuatorianos del 7 de febrero. El peligro es que, como en los Estados Unidos, los troles comiencen a diseminar su violencia en el mundo presencial, con las diferencias que marcan ambos escenarios. Porque si bien el narcisismo estampado en todo tirano es un gran vehículo para el delirio, el ejercicio hiperpresidencialista lo efectiviza y esto lo vuelve una desgracia.
El alcance del daño del populismo es evidente sobre todo cuando los países en los cuales se plasma no tienen una consolidación institucional democrática como la de los Estados Unidos. En naciones como la ecuatoriana sin una tradición republicana arraigada; sin partidos políticos con sustento en principios, visiones y valores democráticos; con prácticas políticas afines a la arbitrariedad y al patrimonialismo y desinteresadas en el estado de derecho, los estragos de todo populismo pueden ser catastróficos. Un estado con instituciones vigorosas recibe los embates populistas y los resiste. No queda indemne, pero puede recuperarse más fácilmente.
En naciones como la ecuatoriana sin una tradición republicana arraigada; sin partidos políticos con sustento en principios, visiones y valores democráticos; con prácticas políticas afines a la arbitrariedad y al patrimonialismo y desinteresadas en el estado de derecho, los estragos de todo populismo pueden ser catastróficos.
Por ello una de sus estrategias es debilitar la institucionalidad y destruirla, si es posible. Las instituciones frágiles son el mejor territorio para dar rienda suelta a todo desafuero, sustentado en la incapacidad de respetar las normas que pudieran afectar cualquier interés particular.
El carácter corrosivo de todo populismo iguala a sus devotos y a sus caudillos. ¿Qué diferencia a Trump del venezolano Maduro? ¿Qué distingue a Trump del nicaragüense Ortega? ¿Cuánta distancia hay entre Trump y su ex colega Putin? Curiosamente, sin embargo, muchos trumpistas gringos, los afincados en Florida y hasta los nacionales creían -o creen- que el actual mandatario de los EEUU, el presidente Joe Biden, convertirá a su país en una segunda Venezuela o en una nueva Cuba, guarecido en el comunismo. Ninguna razón los podría convencer. Tal es el arraigo de dogmas de esta naturaleza que mantienen latente la posibilidad de su retorno o la pretensión de lograrlo, en todo momento.
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