Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
A partir de su constitución como república, y durante los siguientes doscientos años, la integridad territorial se convirtió en un emblema casi sagrado para el Ecuador. Algo parecido a un mantra que invocábamos cada vez que debíamos refrendar nuestra existencia y nuestra supervivencia como Estado.
La defensa de ese símbolo justificó guerras y escaramuzas que se prolongaron hasta finales del siglo XX. A nadie se le ocurría poner en duda ese gran objetivo nacional. Antes que el fútbol, la defensa de la integridad territorial fue el único referente de unidad incuestionable del pueblo ecuatoriano.
La reivindicación territorial, no obstante, iba a la par de la creación de un enemigo externo concreto, a tal punto que nunca supimos cuál de los dos imaginarios generaba mayores adhesiones populares. Al parecer, la idea de una amenaza externa activaba con mayor fuerza las pulsiones colectivas, porque una vez firmada la paz con el Perú la integridad territorial del país perdió aliento, vitalidad y coraje.
Al menos, eso se evidencia cuando el país entero contempla desconcertado e impasible el desmembramiento territorial del que somos objeto. Porque, en buen romance, eso es lo que está sucediendo con la expansión del narcotráfico en todo el territorio nacional.
Hace 28 años celebramos con alborozo los éxitos militares en la guerra del Cenepa y la consecución de un pequeño pedazo de tierra de un kilómetro cuadrado en la zona de Tiwintza.
Hoy, en cambio, perdemos territorio a manos del crimen organizado y de los carteles del narcotráfico sin que la gente exprese la más mínima indignación al respecto.
Porque, en la práctica, lo que está ocurriendo en ciertas zonas del país, fundamentalmente en Esmeraldas y en otras provincias fronterizas, es un acelerado proceso de desterritorialización del Ecuador. No solo porque el Estado deja de ejercer soberanía sobre esos territorios, sino porque tampoco la sociedad lo puede hacer. Las poblaciones que viven ahí están sometidas a una autoridad violenta y arbitraria frente a la cual no tienen más opción que el sometimiento. No se trata de zonas liberadas, tal como se concebía desde la teoría política de la izquierda subversiva, sino de zonas esclavizadas por el crimen.
A diferencia de los conflictos territoriales del pasado, hoy asistimos a un proceso que se halla fuera de toda racionalidad política o institucional. No hay normas; por lo tanto, su solución no puede manejarse desde lógicas jurídicas. No existen organismos supranacionales ni sumos pontífices que puedan mediar en el conflicto. Tampoco existen posibilidades de negociación: los ejemplos de Colombia y México son por demás desalentadores.
El escenario es dramático. Y lo que nos ofrece el gobierno, tal como lo han anticipado algunos mandos militares, es una guerra despiadada y sin cuartel. Una guerra absurda, porque de antemano está condenada al fracaso.
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