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23 de Agosto del 2018
Ideas
Lectura: 11 minutos
23 de Agosto del 2018
María Fernanda Solíz

Psicóloga por la Universidad del Azuay y PhD en Salud Colectiva, Ambiente y Sociedad por la Universidad Andina Simón Bolívar. Es investigadora y académica. 

El día en que decidí abortar
El día en que decidí abortar no fue fácil, debo insistir. Lo pensé, lo repensé, lo proyecté, lo conversé. Tenía un hijo escolar, yo estaba terminando mi doctorado y el trabajo y la militancia no me daban respiro. Pero lo pensé, me emocioné, decidí y cambié de decisión, varias veces. Quería ese embarazo pero no tenía condiciones de mantenerlo. ¿Otro hijo sola, divorciada, en otra ciudad, y en un contexto tremendamente complejo?

Yo no era una niña, ni una adolescente, no era indígena ni tenía una situación económica precaria. Había terminado mi educación superior con todos los nuevos requisitos impuestos. Tenía empleo, salario y pareja estable. No deseaba un embarazo y usaba anticoncepción. De todas formas me embaracé, y aunque no era pobre, ni indígena, ni demasiado joven, era mujer y estuve a punto de morir por una sepsis post aborto.

Supe que estaba embarazada al poco tiempo de haber optado por una “T de cobre” como método anticonceptivo, y con ello mi pequeño infierno inició. Dilaté la decisión por varias semanas. Fueron semanas de llanto, de incertidumbre, de un profundo sentimiento de culpa marianista, esa culpa que cargamos las mujeres como herencia del patriarcado en el que nacimos y del que tanto cuesta rebelarse.

No soy católica ni practico religión alguna. Hace mucho tiempo pienso que las iglesias son las multinacionales más poderosas y perversas, cómplices y muchas veces responsables de los peores genocidios, guerras y abusos. De todas formas, los 500 años de imposición cristiana han calado nuestros cuerpos y nuestras mentes configurando una suerte de arquetipo jungiano que definitivamente pesa y que requiere más que un proceso de racionalización para romperse. Debo admitir que el miedo al castigo divino, estaba, estuvo mucho tiempo robándome el sueño y la calma.

Tampoco soy militante feminista. En la vida cada una encuentra sus opciones militantes y la mía fue el ecologismo popular, desde ahí, la defensa del territorio se convirtió en principio rector de defensa de la vida. El día en que decidí abortar, entendí la reivindicación feminista: “mi cuerpo es mi primer territorio de resistencia”, por primera vez logré comprender que la soberanía del cuerpo era condición primera de emancipación y que el Capital es posible y se reproduce en tanto controla y se apropia no sólo de la fuerza de trabajo sino de los cuerpos.

Durante muchos años, el ideal de familia y el amor romántico, determinaron en mi vida una opción consciente de sumisión y entrega que viví por decisión propia, convencida y en muchos momentos feliz. Sin embargo, en algún punto, esto se convirtió en la puerta de entrada a la violencia y la sostuvo durante un largo tiempo. Mi pareja no deseaba el embarazo y me lo dejó claro, quizás con excesiva dureza como suele suceder en las historias de mujeres reales y no en los cuentos de princesas que nos venden desde pequeñas. Me dijo que era mi decisión pero que él no quería el embarazo, y alrededor de ello, estallaron semanas de mucha conflictividad y presión.

Cuando miro en retrospectiva e intento pensar, qué tanto fue mi decisión y qué tanto su imposición, no tengo respuestas claras; pero casi una década después, de lo que si estoy segura es que el requisito primero, sine quanon, para salir de los ciclos de violencia pasa por la posibilidad de que las mujeres podamos tener garantías en el cumplimiento de nuestros derechos económicos, políticos y sociales, y por ello mi cercanía con los feminismos marxistas. La autonomía laboral, productiva y material en mi caso y en el de muchas mujeres, determinaron la diferencia entre la sumisión y la liberación.

La familia, (le añadiría el amor romántico), la propiedad privada y el Estado, son sin lugar a duda los responsables de la reproducción de la explotación capitalista y el patriarcado y por ende son nuestros escenarios de disputa. Por ello, cuando hablamos del derecho al aborto libre, gratuito y seguro, reconocemos que es el Estado el que debe garantizar a las mujeres las condiciones legales, institucionales y materiales para el pleno cumplimiento de sus derechos.

El día en que decidí abortar no fue fácil, debo insistir. Lo pensé, lo repensé, lo proyecté, lo conversé. Tenía un hijo escolar, yo estaba terminando mi doctorado y el trabajo y la militancia no me daban respiro. Pero lo pensé, me emocioné, decidí y cambié de decisión, varias veces. Quería ese embarazo pero no tenía condiciones de mantenerlo. ¿Otro hijo sola, divorciada, en otra ciudad, y en un contexto tremendamente complejo?

Había cuidado el embarazo durante casi tres meses, la alimentación, ni una gota de licor, ninguna medicina o cualquier sustancia que pudiera afectarlo. Había aguantado semanas de nauseas matutinas, había tomado las vitaminas y el ácido fólico, era una suerte de tortura e incertidumbre. No fue fácil encontrar opciones, no fue fácil preguntar, no fue fácil concertar la cita y no fue fácil tomar la primera pastilla antes de la intervención, sabía que ese sería el fin.

El aborto fue perverso. En un cuarto de consultorio en una casa vieja, en una camilla rota, sin anestesia, sin seguridad alguna. Ahí transcurrió una hora de dolor inimaginable, indescriptible. Una suma de dolor físico, de terror, culpa, tristeza profunda. La insistencia de la obstetriz y su asistente para que dejara de gritar y llorar, su desesperación para calmarme me llegaba lejana, yo ya no estaba con ellas, en algún momento me desconecté de mi cuerpo.

El dolor de la cureta sin anestesia, la sangre, y el procedimiento interminable. No paraba, seguía y seguía y yo ya no estaba. Pensaba en mi hijo pequeño y en lo paradójico de que una mujer clase media, profesional, en una camilla, en un cuarto clandestino terminara ahí su vida. Pensaba en las mujeres indígenas, pobres, sin acceso siquiera a ese procedimiento, pensaba en sus condiciones, en los cuartos similares, en los raspados, en las complicaciones, en las muertes.

Salí del procedimiento sin voz, no quise hablar durante algunos días, solo lloraba. Mi pareja nunca logró entender mi dolor, le pareció una exageración.  A los tres días el dolor y el sangrado incrementaron, la fiebre llegó y no cedía a los antitérmicos. Estábamos en una comunidad dictando unos talleres de monitoreo de agua, y entonces no pude más, mis queridas compañeras, sabias y solidarias me llevaron a una casa de salud.  Ahí debimos decir una verdad a medias para tener acceso a atención médica. Me repitieron el curetaje. Para entonces ya conocía el procedimiento, con resignación me recosté, apreté los muslos y esperé a que terminara. Durante varios meses debí tomar medicinas, la infección me dejó graves secuelas. Me costó recuperar la salud, el peso, la vitalidad y la alegría. Me costó procesar la culpa y volver a sonreír.

Todavía me cuesta mucho escribir estas páginas, las he desempolvado con sumo cuidado a riesgo de quebrarme una vez más. Lo he hecho a propósito de la movilización argentina y latinoamericana masiva, creo que les debo mi testimonio. Cuando miro las olas de pañuelos verdes, pienso en el libro de Gioconda Belli:  El país de las mujeres, y recuerdo la escena final, cuando la movilización en aquel mágico país, Faguas, no era solamente de mujeres, sino que se transforma en una movilización popular por un proyecto político en el que prima la ética del cuidado de la vida.

Han tenido que pasar muchos años para que me decida a escribir estas páginas, a enfrentar los conservadurismos de la ciudad en la que nací, los juicios de valor, y mi historia de violencias. Ha pasado mucho para entender que la violencia de pareja, obstétrica, familiar no es un asunto privado sino público, pero no ha pasado suficiente. Hoy, todavía las mujeres son apresadas por abortar, así lo establece nuestro marco jurídico e institucional. Hoy, todavía las mujeres morimos en abortos clandestinos, así lo determina el Estado desde la negación de condiciones materiales para garantizar procedimientos seguros y no traumáticos.

En 1997, recién hace 20 años, se despenalizó la homosexualidad en Ecuador, ¿cuánto tiempo deberá pasar para que la iglesia deje gobernar y controlar, deje de reproducir las inequidades? ¿cuánto tiempo deberá pasar para que se deje de legislar en función de los dogmas de una multinacional y no en función de los principios de la ética de la vida? Sin lugar a dudas la desafiliación colectiva de la iglesia, ha sido para muchas y muchos, un proceso sanador y liberador, simbólico, de ruptura.

La despenalización del aborto no sugiere, no conduce, ni obliga a nadie a interrumpir su embarazo, solamente garantiza que las mujeres que un día decidimos abortar podamos seguir vivas, seguras y felices. La despenalización del aborto en lo absoluto irrespeta la decisión de aquellas mujeres que desean mantener su embarazo. En este sentido, es obligación de los y las legisladores de un Estado, legislar por y para su pueblo, no desde y para sus convicciones morales o religiosas. No se puede legislar desde el prejuicio, desde el dogma, desde el moralismo, más aun cuando existen argumentos científicos claros y contundentes. Legislar desde la iglesia es una irresponsabilidad política con la historia y los colectivos.

El día en que decidí abortar, volví a nacer más humana y menos juzgadora, más fuerte y menos sumisa, más solidaria y colectiva, más segura de que dignidad humana debe ser el principio y el fin.

[PANAL DE IDEAS]

María Amelia Espinosa Cordero
Alfredo Espinosa Rodríguez
Luis Córdova-Alarcón
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Alexis Oviedo
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Rodrigo Tenorio Ambrossi
Consuelo Albornoz Tinajero
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