
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
¿En realidad se puede creer que el gobierno está convencido de que colocando a dos generales en servicio pasivo a cargo de la Secretaría de Seguridad se va a resolver el problema de la violencia criminal? La inseguridad adolece de una complejidad inmanejable, porque depende de factores que están más allá de las capacidades del Estado ecuatoriano. Es un problema global. Y no parece que el gobierno esté en condiciones de jugarse la opción de la guerra sin cuartel contra los carteles de la droga y el crimen organizado.
En ese sentido, la designación de los generales Moncayo y Bravo puede verse como un acercamiento estratégico con la institucionalidad militar y policial. Más que una necesidad, es un pretexto. Históricamente, asignarles más funciones y recursos a las Fuerzas Armadas ha sido una iniciativa determinante para apuntalar a un gobierno, sobre todo cuando está afectado por una debilidad extrema. Si Lasso apunta a sobrevivir al juicio político y quedarse dos años más en Carondelet, necesita apoyos decisivos.
La opción de la fuerza es complicada. Implica soluciones inmediatas. El combate a la inseguridad a partir de intervenciones represivas, control espacial y recuperación territorial genera en la población expectativas en el corto plazo, un objetivo que hasta el propio régimen considera improbable. Sin embargo, el presidente decidió jugarse esta carta, porque es el único argumento con posibilidades de generar el interés colectivo. Prioriza la fuerza en desmedro de la solidaridad social.
A primera vista, no se ve claridad sobre lo que piensan hacer. Las primeras declaraciones de Paco Moncayo son una sutil evocación del imaginario positivista y disciplinario del siglo XIX, ese que con extrema brillantez estudió Michel Foucault en gran parte de su obra.
Un Estado soberano, todopoderoso y omnipresente que impone orden; una fórmula concebida para asegurar los intereses de los capitalistas, pero que provocó devastadoras convulsiones sociales; una visión de la seguridad que terminó naufragando en la brutalidad de la guerra.
¿Cómo, quién y desde qué posición pone orden a una sociedad tan diversa y desestructurada como la nuestra, atravesada además por una informalidad casi genética?
Fácilmente, grupos contestatarios como las feministas radicales o los ecologistas podrían terminar cayendo en la categoría de amenazas a la seguridad del Estado. Todo depende de a quién gusten o no.
Nadie desconoce que los niveles de violencia que experimenta el país requieren de acciones urgentes y concretas. Pero concentrarse exclusivamente en el andarivel de la emergencia solo posterga –y a medias– el problema. Es el otro andarivel, es decir las políticas sociales, el que debería estar en el primer punto de la agenda oficial.
No obstante, abrumado por la crisis y la impopularidad, Lasso echa mano de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional para sostenerse. No son dos muletas, como corresponde a la tradición política, sino un exoesqueleto que le permita mantenerse erguido y cumplir sus funciones de mandatario.
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