Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Los diálogos son a la asamblea constituyente los que las compresas a la cirugía: su utilidad depende de la gravedad del problema. En el Ecuador, las asambleas constituyentes nos han servido para evitar que nos matemos entre conciudadanos. Desde esta lógica, el diálogo debería servir para superar los conflictos de menor intensidad.
Pero en política, un diálogo nacional como el que pretende convocar el gobierno requiere de agendas colectivas, so pena de convertirse en una agria reunión entre antipáticos conocidos. No basta con que la flamante ministra de la política convoque a dialogar a una extensa lista de prohombres que suponen representar a las “fuerzas vivas” del país. Con el grado de descomposición de nuestra política, las representaciones oficiales adolecen de una crónica debilidad.
Las representaciones gremiales también padecen del síndrome de la bi, tri o tetracefalía. El correato se encargó de crear organizaciones paralelas con el único propósito de debilitar a los movimientos sociales históricos.
Existen, no obstante, agendas estratégicas que lograron sobrevivir a la demolición democrática del anterior régimen. Por ejemplo, la plurinacionalidad, la autonomía territorial, la unidad sindical, la defensa del medioambiente o la descentralización, por citar unas pocas. De ahí pueden surgir los puntos de negociación que justifiquen sentarse a la mesa de diálogo.
Del lado de los grandes grupos empresariales las cosas están más claras. La liberalización a ultranza de la economía parece alcanzar para todos. Más todavía considerando que la monopolización y concentración de nuestra economía les permite usufructuar de angas o de mangas. Estos grupos tienen tantos tentáculos que si pierden por un lado ganan por otros: importan y exportan, producen y especulan, intermedian y controlan.
Su agenda es concisa: apertura comercial indiscriminada, flexibilización laboral, tributación decreciente, transnacionalización de los flujos financieros, extractivismo.
Solo estas dos agendas (que no incluyen a los sectores medios ni a los gobiernos autónomos, por señalar a dos actores fundamentales en un eventual acuerdo nacional) evidencian profundas contradicciones; algunas salvables, es cierto, pero siempre y cuando exista un mínimo marco de referencia para las negociaciones, marco que debe ser establecido por el gobierno.
El problema radica en que, hasta ahora, el régimen no ha definido un horizonte a mediano plazo, de modo que los sectores en disputa sepan hasta dónde pujar en las negociaciones, hasta dónde estirar su sábana. No hay líneas de intervención claras desde el Estado. Y esa indecisión ha sido aprovechada por los sectores empresariales para sacar ventaja. El último paquetazo económico es parte de esa puesta de mano.
Resulta contradictorio, por decir lo menos, que el gobierno insista en el diálogo nacional luego de las últimas medidas. En cierta forma, lo ha torpedeado olímpicamente, porque despierta la suspicacia y la desconfianza en varios sectores sociales y políticos. ¿Qué sentido tiene ir a dialogar cuando el interlocutor llega con una agenda consumada?
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