Profesor universitario, analista político y económico. Escribe para varios medios en América Latina.
Quienes gustan de la lectura seguramente saben que la indumentaria ocupa un lugar estelar en cualquier narración. La indumentaria nos permite completar y descubrir mediante la imagen del personaje su naturaleza. Así, Gunter Grass nos regala la heróica descripción de las cuatro faldas de Ana Bronski, que sirven de guarida solidaria para un desconocido fugitivo de los nazis. O la vieja armadura llena de moho que encuentra útil el Quijote para iniciar su empresa, así el Quijote deja evidencia desde el inicio de que Cervantes no quería otra novela sobre caballería.
En una historia más real, una sencilla gorra puede darnos muchas pistas sobre las verdaderas intenciones del hombre. Por ejemplo, es conocido que en plena Guerra Civil Rusa una gorra de nombre Budiónovka, decorada con una estrella roja, una hoz y un martillo acompañaba a los bolcheviques del ejercito rojo mientras avanzaban, sobre los disidente cosacos, rebeldes que usaban sus propias gorras, la Kubanka. El ejército rojo eliminó a la disidencia, e impuso el uso de la Budiónovka. Los cosacos no podrían usar la Kubanka sino hasta 1935 en que se convirtió nuevamente en parte del uniforme militar, aunque solo reservado para generales y coroneles.
Otro ejemplo, el vestido usado por el totalitarismo a lo largo de la historia podría resumirse en una guerrera militar, botas, siempre útiles para recoger las bastas del pantalón y gorra; así vestía Stalin, así lo hace cada vez con menos frecuencia Raúl Castro y así suele vestirse el líder supremo de Corea del Norte, Kim Jong-un, cuando quiere hacer una rabieta contra occidente. Esa combinación castrense tiene lógica cuando se necesita imponer, siempre es útil generar esa imagen de guerra permanente contra los enemigos de la patria que bajo el traje verde oliva o café claro, según sea la temporada, ellos comandan. Las tiranías latinoamericanas, que necesitan subrayar su vínculo con el pueblo, tan necesario como desgastado fetiche propagandístico, usan la mitad de cualquier traje sastre, algunas veces pantalón, otras veces chaqueta, combinados con camisas o pantalones que revelen su naturaleza desinteresada.
Hace algunos años, uno que conocía el poder de la imagen, fue el médico François Duvalier. Bajo el remoquete de Papa Doc, llegó al poder en Haití por medio de elecciones democráticas en el año 1957. Muy cercano a Le Groupe des Griots un grupo de escritores que adherían al nacionalismo negro y el Vudú como tejido básico de la cultura haitiana, decidió convertirse en el Barón Samedi, uno de los loas, intermediarios en forma de espíritu entre el mundo sobrenatural y los hombres. El Barón Samedi llevaba sombrero de copa, traje de color negro, bohemio, infiel, calavérico, bromista y con el poder suficiente para decidir quien entra o no al reino de los muertos.
Papa Doc, adoptó la imagen y vicios de Barón Samedi, proveniente del Vudú, religión que dominaba la calles empobrecidas del pueblo haitiano. Ese era su mecanismo de control de la mente de los ciudadanos que veían en él a una especie de reencarnación de este espectro demoníaco. Pero Duvallier sabía que no sería suficiente, así que fundó el grupo paramilitar llamado Tonton macut, en español el hombre del saco, artilugio metafórico que suelen usar los padres que buscan recobrar el apetito de los niños a los cuales no les queda más que tomar el alimento o ser parte del stock de niños que han sido llevados por un extraño hombre dentro de un saco de yute a quien sabe que tenebroso lugar.
La percepción que provocaba el hombre del saco en Haití pasó de la imaginación a la realidad, este hombre quien en la vida real no se llevaba a los inapetentes sino a los enemigos políticos, disidentes y cualquiera que ponga en peligro la dictadura. Papa Doc, conocía el impacto que tenían estas creencias en la población, en su mayoría analfabeta, así que puso al frente de este tenebroso grupo de matones a un conocido y temido brujo, Zacharie Delva. Se estima que más de 150.000 personas desaparecieron o fueron asesinados por esta banda fantasmagórica que recorría las calles de Haití silenciando a la disidencia. Cuando la muerte se llevó a Papa Doc, el poder lo heredó su hijo, Baby Doc Duvallier a los 19 años, quien siguió acompañado de los Tonton Macoutes hasta su defenestración en 1986.
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