
Abogada con experiencia en políticas públicas y sociales, cofundadora y directora general de Fundación IR, "Iniciativas para la Reinserción"
Las reglas son sencillas. Antes de entrar se despojarán de todo: teléfono celular, computador, tableta electrónica. No llevarán cuadernos, agendas, esferográficos. Tampoco libros. Zapatos sin cordones, ropa sin botones, pantalones sin cinturón, sostenes sin varillas. Ningún accesorio.
La despedida será breve. Oportunamente, su familia sabrá a dónde han sido asignados para librar la batalla. El juego durará entre tres y doce años. Si mueven bien sus fichas, entre uno y medio y seis. Templanza. El premio espera. Se convertirán en mejores personas, aun a costa de su humanidad. Habrán redimido sus pecados, incluso aquellos que les preceden —la pobreza, la exclusión social, la imposibilidad de acceso a oportunidades—.
Una serie de pasillos los conducirá a un enorme patio interno, rodeado de búnkeres rectangulares con mínimos agujeros para dar paso a la luz. Al cruzarlo, ingresarán a su pabellón. Ese pasadizo gris es el entorno en que se negociarán, a discreción, las reglas del módulo al que ahora pertenecen. Sólo hombres. Sólo mujeres.
Con suerte, encontrarán una cama o un colchón. Siempre estará el piso y sobrará una manta que haya abrigado a decenas de jugadores previos. La temperatura oscilará entre los 20 y 3 grados. El cemento abrigará, o punzará implacable en su cabeza, como la pregunta de por qué se animaron a jugar. Para entonces, la ilusión de los 45.600 millones de wones se habrá desvanecido, y mutado en la [ilusión] necesidad de sobrevivir.
Aprenderán quién manda, y sabrán que sus captores pueden ser hoy sus mejores aliados, y mañana sus peores enemigos. Discernirán entre agentes y estructuras. Conocerán, a flor de piel, cómo opera la ley del más fuerte. Cómo agoniza el más débil
Las primeras semanas serán de introspección. Aprenderán, sobre todo, a observar. Una vez que hayan perdido la noción del tiempo —que ocurrirá tan pronto dejen de contar los segundos del reloj que tictoqueará en su mente desde el instante en que lo dejaron con el resto de sus pertenencias—; una vez que el hambre deje de apretar, a la saliva de la sombra de la última comida en casa; una vez que su propio rostro se desvanezca borroso en el recuerdo del último baño con espejo… La pugna será entonces contra sus propios instintos: irremediable náusea, irremediable odio, irremediable pánico. Contra el asco, la libido, el desamor.
Se acostumbrarán a los baños rápidos mientras escasea el agua fría. Al olor de jabón en el pelo. Al hedor del baño común. Las lágrimas dejarán de brotar a medianoche, el sudor dejará de chorrear en los días de verano, durante las horas en que el patio no les sea accesible, que serán la mayoría. Se acostumbrarán al pan duro, al sabor del caldo sin sal. Al mínimo trozo de proteína que quién sabe de dónde proviene y ojalá esté presente en sus tres comidas diarias. A la anemia. A barrer su dignidad. Vez tras vez. A recoger el polvo de lo que vaya quedando de sí mismos. A rearmarse.
Para entonces, habrán desarrollado el arte de la supervivencia. Aprendido a interpretar su realidad y a combinar estratégicamente fantasías, alucinaciones y delirios. Todos estos síntomas incapacitantes serán, adentro y conforme pase el tiempo, sus mejores armas. Finalmente, desprendidos de la capacidad de disociar entre su realidad y la realidad, estarán listos para internarse en las dinámicas de poder: a partir de allí empezará la verdadera competencia.
Su familia ya sabrá a qué número llamar, pero sobre todo, a qué hora no hacerlo. Se encontrarán, ustedes y sus seres cercanos, sumergidos en actos benignos y proporcionalmente corruptos: pagarán por comer mejor; por un teléfono sujeto a las intermitencias de los inhibidores de señal; por sustancias estimulantes, capaces de desprender brillo de las mínimas rendijas de cada calabozo. Algunos sacrificarán cualquier premio por enrolarse en más y mejores filas, con acceso irrestricto a narcóticos y alucinógenos, y acaso media hora más para su visita conyugal.
Aprenderán quién manda, y sabrán que sus captores pueden ser hoy sus mejores aliados, y mañana sus peores enemigos. Discernirán entre agentes y estructuras. Conocerán, a flor de piel, cómo opera la ley del más fuerte. Cómo agoniza el más débil. Repasarán los trazos del camino que los convierta en el animal más salvaje de la selva de cemento: “hasta este punto puede engañarse el espíritu cuando se rinde a los monstruos que él mismo ha creado.”.
Serán la serie más vista. Alcanzarán a millones de espectadores alrededor del mundo. Alimentarán la perversa dinámica del morbo y la seguridad estatal, que los obligará a cortar cabezas, como muestra de la violencia que [no] ejerce. Y nada de esto les restará puntos, si saben cómo encubrirse de sí mismos. Como el calamar en su tinta, alegoría de una prisión en Ecuador.
** La autora es ganadora del premio nacional de periodismo “Jorge Mantilla Ortega”, 2021, en la categoría de Opinión, por sus columnas en Plan V.
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