PhD. Sociólogo. Catedratico universitario y autor de numerosos estudios políticos.
El campo de acción de un gobernante es amplio; no se circunscribe al modelo económico que quiere poner en práctica, ni a su ideología o a la obra que deja. Comprende otras facetas. Una de ellas es la forma cómo ejerce el poder, entiende y practica la democracia. No se puede, por ejemplo, igualar a Augusto Pinochet con Sixto Durán Ballén; tampoco a Salvador Allende con Hugo Chávez, ni a José Mujica con Nicolás Maduro.
Tampoco se los puede comparar por las obras materiales ejecutadas; éstas las realizan tanto los gobernantes de derecha como los de izquierda. En Cartas a la Dirección del Diario El Comercio de este 23 de noviembre, bajo el título “Coincidencias históricas”, el doctor Carlos Humberto Zambrano Zúñiga compara la “hora Sixto” de la administración de Durán Ballén con la inauguración de la central hidroeléctrica Coca-Codo Sinclair. “La Coca-Codo Sinclair -sostiene- forma parte de las ocho hidroeléctricas construidas por la Revolución Ciudadana que lidera el presidente Rafael Correa”.
También Durán Ballén como alcalde de Quito, realizó obras de gran calado, tanto que se lo caracterizó como el “modernizador” de la capital.
¿Estas ejecutorias son las coincidencias que cuentan si queremos comparar a ambos mandatarios? Ni siquiera los modelos económicos en los que se inspiraron son suficientes para equipararlos. El “modelo” en el que Durán Ballén basó su política económica condujo a resultados como el feriado bancario de fines de siglo. En el caso de Correa, no por oponerse a dicho modelo y tratar de implantar otro pudo desterrar el neoliberalismo; tampoco los resultados logrados luego de diez años de gobierno le colocan por encima de Durán Ballén.
La democracia se construye no solo con obra pública: centrales hidroeléctricas, “escuelas del milenio”, “ciudades del conocimiento”, universidades, hospitales, ferrocarriles, carreteras, aeropuertos, puentes a desnivel, edificios, túneles, avenidas, autopistas. La modernización del país no es solo física. Se necesita además crear autopistas de sentido, de solidaridad, de acción colectiva, de instituciones bien diseñadas, de una arquitectura estatal que acerque la administración pública a la sociedad; que propicie el diálogo del estado con ella, y escuche la voz del pueblo.
Esto es lo que se quiso hacer al regresar a la democracia en 1979: construir un régimen de partidos que de vida a las ideologías, que aleje los vientos del caudillismo y de la demagogia, que ponga los cimientos de una política que destierre el envilecimiento, la corrupción, la mezquindad, los oropeles, el envanecimiento; que establezca un régimen de partidos que acerque las pasiones a la razón. Que deje atrás a las dictaduras sean militares o civiles.
Aquello no se pudo lograr, precisamente porque se creyó que la edificación material es superior a la construcción humana e institucional. Los gobiernos se desviven porque sus administraciones “dejen obra” y así puedan vencer su transitoriedad. También pesó la creencia de que los gobiernos valen por las ideologías en las que se esconde la “verdad” sustentada en algún argumento científico. De ello pecan tanto las ideologías de izquierda como las de derecha que ponen en segundo lugar su capacidad para resolver los problemas de la sociedad. Esto último da pie para el surgimiento del populismo o de la tiranía tecnocrática.
Se ha constatado que algunos se apoderan del estado más que para hacer realidad sus ideales, para ponerlo al servicio de sus intereses. De ello, lamentablemente, no han sido excepción los llamados gobiernos “progresistas” de América latina, que emergieron como respuesta a la administración de los gobiernos que se enrumbaron por la senda neoliberal.
Cuando las ideologías se encaraman en la obra material se exime a sus actores de responsabilidad por los crímenes que se cometen contra la democracia. Por eso es que García Moreno, por ejemplo, pasó a la historia no por su contribución a la libertad sino por una modernización material en la que basó su tiranía. La diferencia con Alfaro está en que junto con la obra material -el ferrocarril del sur- sentó los cimientos de la democracia, con la separación de la Iglesia y del Estado. Más que por la obra material, Alfaro trasciende por el laicismo y la construcción de la ciudadanía libre de dogmas.
Salvando las diferencias y las distancias, la comparación entre Sixto Durán Ballén y Rafael Correa, muestra que Durán Ballén dio importantes contribuciones a la democracia, como las siguientes: no se prestó a retirar su candidatura presidencial en las elecciones de 1979, como la dictadura militar pretendía que lo hiciera; invitó a los ex presidentes y ex vicepresidentes a una reunión en el Palacio de Gobierno para sellar la unidad nacional en la guerra del Cenepa, haciendo gala de un liderazgo nacional por encima de los desacuerdos personales y partidarios; se opuso a que su féretro fuera velado en Carondelet, en rechazo a un gobierno que “perdió las perspectivas en esta lucha fratricida de los últimos años, que no defendió las libertades, que no fue un apoyo para la democracia y el país”. ¡A sus 95 años!
Durán Ballén se jugó en su gobierno, cierto es, por un proyecto privatizador dentro de los límites de la democracia. Al constatar que tal proyecto carecía de viabilidad lo atemperó y en modo alguno pretendió imponerlo por la fuerza. Se puede disentir con ese proyecto que tuvo un alto costo social y político, pero ello no impide reconocer el talante democrático de quien supo diferenciar lo que es la ideología, el deber ser, de las posibilidades reales de su aplicación.
No así Correa. En su caso confunde el voluntarismo político, que no respeta los límites que la democracia establece para el ejercicio del poder, con la demanda ciudadana de un cambio social gradual que no puede alcanzarse en un solo período gubernamental. De ahí su autoritarismo parapetado en la lucha “contra hegemónica” que le llevó a arremeter contra la libertad de expresión, la protesta social y los derechos humanos, la separación y autonomía de las funciones del Estado.
Uno puede discutir el enfoque político-ideológico de una administración, pero hay algo más, algo intangible que rebasa esta perspectiva y que engrandece a los hombres/mujeres de estado. Éstos no se dejan arrastrar por las pasiones ideológicas; la verdadera razón de su trascendencia no está en esas realizaciones que, por cierto, también importan, sino en su fidelidad a la democracia, su apertura mental, sus valores éticos.
El político verdadero, el que coloca su vocación de servicio a la colectividad por encima de los intereses efímeros de una existencia banal, ve más lejos que el común de las personas absorbidas por sus pequeños mundos, en los que no caben las utopías sociales sino solo las que reportan réditos individuales. Este mensaje sobre todo es válido en una época en la cual los individualismos son los que prevalecen. La política se engrandece cuando el poder del estado no encierra a quienes lo ejercen en la egolatría ni en los fanatismos religiosos o laicos.
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