
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Si no fuera porque es adulto, comediante profesional y, por lo mismo, persona consciente de las implicaciones que tiene la ironía, John Oliver tendría asignado un lugar inédito en la Historia ecuatoriana: el del niño que señalo la desnudez del rey. En cuatro minutos de sátira echó abajo una enredada parafernalia mediática diseñada y construida con extrema acuciosidad durante ocho años.
En términos comunicacionales, hemos presenciado un auténtico K.O. Que un aparato de propaganda tan eficiente y explosivo como el del Gobierno ecuatoriano no haya sido capaz ni siquiera de esbozar una respuesta al programa de Oliver resulta sorprendente. Los publicistas del régimen están literalmente en la lona. Los escasos tuits emitidos por algunas autoridades han sido tan insulsos y anodinos que únicamente han abonado el campo para mayores burlas de los internautas. Además, han puesto en evidencia que carecen del más mínimo sentido del humor. El cargamontón de las sabatinas, y las burdas parodias contra opositores y críticos del régimen, aparecen como recursos patéticos e inocuos frente a la suspicacia, la finura y la causticidad de un comediante de primer nivel. Por algo Oliver llega a una audiencia cercana a los diez millones de televidentes.
Como dice nuestra gente en las calles, al Presidente de la República lo hormaron… bien bonito! Pretender ahora pasar la página echando mano de una impostada indiferencia únicamente incrementará su desnudez.
Si por menores incidentes ha montado en cólera y ha puesto tras las rejas a más de un compatriota, el pueblo espera una respuesta feroz en contra del irreverente comediante que lo ha ridiculizado a los ojos del mundo. No tibias insinuaciones respecto de la calidad del comediante, ni incomprensibles mensajes como el del oxímoron, sino un contrataque contundente, implacable y sobre todo proporcional al tamaño de la supuesta ofensa: algo así como soltar una bomba atómica en los estudios de HBO. Por eso, el común de la gente se pregunta, extrañada, la razón para un repliegue tan indecoroso.
No es difícil explicarse la actitud apocada del gobierno. Una queja oficial al programa o a la cadena de TV que lo transmite aumentaría el ridículo internacional; tal vez podría venderse para el consumo interno, pero puertas afuera retrataría al gobierno como una versión edulcorada y pacata de los yihadistas que perpetraron el atentado contra Charlie Hebdo. Pésimo negocio.
La descalificación agresiva de Oliver provocaría una réplica aún más devastadora que el programa inicial, sobre todo si el Gobierno pretende confrontar el humor desde la prosopopeya. Sería la crónica de una paliza anunciada.
Amplificar el escándalo solo conduciría a que millones de ecuatorianos y correístas desenchufados se interesen por el tema; el mito de Jalisco (el que nunca pierde) empezaría a desmoronarse.
Por ahora, al correísmo no le queda más que convivir con el síndrome de la Cenicienta: cuando Oliver tocó la decimosegunda campanada, la ficción publicitaria se desvaneció por arte de magia. La realidad ha sido más pobre y el entorno más grotesco de lo que se pensaba. Quizás los publicistas del régimen esperen el momento en que el hada de la fortuna convoque a probarse el zapatito de cristal; lo que no sabemos es si lograrán transmutar semejante pie.
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