
Al presidente del Perú se lo acusa de haber plagiado textos en la escritura de su tesis. Si es cierto, se trata de algo malo, muy malo, que debería ser castigado como manda la ley. Porque el plagio es un robo, sí, un infame robo intelectual del que se aprovecha el plagiador para parecer informado y hasta sabio. Con el plagio, el plagiador logra beneficios académicos y sociales.
No es un pecado que se comete de vez en cuando en el campo académico. Por desgracia, es un mal extendido como una enfermedad que se ha tornado casi incurable. Por supuesto, es la universidad el terreno más fértil para que el plagio se siembre, crezca y sea eficientemente cosechado.
El origen de la palabra plagio, se remontaría al siglo II AC, cuando ciertas personas empezaron a aprovecharse de los servicios de esclavos ajenos. No se trataba precisamente de un secuestro, sino de una utilización arbitrarían del esclavo ajeno para provecho personal sin de ello se enterase el dueño del esclavo. En consecuencia, ni el esclavo era remunerado, puesto que era esclavo, ni su dueño puesto que lo ignoraba. En cambio, la casa del plagiador lucía limpia y sus jardines hermosos.
Grandes y soberbios plagiadores han llegado a ser profesores principales e incluso han desempeñado cargos de alto nivel en grandes e importantes universidades de nuestro país. Algunos de ellos, ni siquiera sabían escribir un texto medianamente coherente. Y, sin embargo, lucieron las insignias de profesores principales y hasta de decanos. Entendiendo que un decano es realmente un profesor que se distingue por su preparación, por sus investigaciones, por sus publicaciones y no por su amistad con las autoridades universitarias o por su sumisión a las mismas.
El plagio es un delito ético. Casi siempre da cuenta de la precariedad del sistema educativo superior que no vigila. Porque, si un estudiante se gradúa gracia a sus robos de textos ajenos, es porque la universidad en la que estudia y se gradúa es igualmente mala, puesto que lo permite. La importancia y valor de una universidad se expresan no en su nombre ni en la suntuosidad de sus edificios, sino en la moral de sus maestros y en la ética que se transmite a sus estudiantes.
Algunos de ellos, ni siquiera sabían escribir un texto medianamente coherente. Y, sin embargo, lucieron las insignias de profesores principales y hasta de decanos.
No han faltado casos en los que el profesor denunciante ha sido hasta severamente llamado la atención por ciertos niveles de la autoridad universitaria. Porque, se dijo, denunciar públicamente al plagiador es atentar contra el prestigio de la universidad en cuestión. Tamaña complicidad y estupidez, al mismo tiempo. Pero esta es una realidad que habla de un pobre o nulo control oficial de las universidades.
Porque las mediocridades de no pocos centros de educación superior se han hecho célebres por conferir pomposos títulos a estudiantes que deambularon por verdaderas universidades de las que debieron migrar por su crónica vagancia o sus incapacidades.
El verdadero problema radica en las instituciones de Estado encargadas de vigilar la educación superior del país. Estas instituciones, de capital importancia para el desarrollo y buen nombre de la academia, deberían estar dirigidas por profesionales de alta alcurnia académica, sostenida por títulos legítimos, investigaciones realizadas, obras publicadas y no por amigos o parientes de autoridades del orden que fuese.
El desarrollo del país depende en buena medida del nivel de su academia. Si se crean universidades de pacotilla en cada barrio, nuestro destino seguirá siendo la mediocridad a todo nivel.
Urge que las respectivas autoridades tomen cartas en el asunto y se atrevan a poner coto a esta fiebre de institutos superiores, Que valoren los existentes y tengan la valentía de clausurar algunos que, en definitiva, solo causan un daño irremediable al país.
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