Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
El escándalo de la Contraloría coloca al país frente a un grave dilema: cómo recuperar la institucionalidad. Incluso menos: cómo restaurar un organismo que cumple una función elemental. El desafío es inmenso, porque a la debacle se suma un diseño constitucional aberrante. El Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS) no tiene condiciones técnicas, políticas ni éticas para asumir esa responsabilidad. La selección de un contralor definitivo puede convertirse en un capítulo más de la larga secuela de corrupción institucional que nos heredó el correato.
Con el defensor del pueblo puede ocurrir algo similar. Las normas no establecen con claridad cómo manejar el berenjenal armado por las dos sucesoras del funcionario encarcelado.
Una parte considerable del debate público, a propósito del enredo en estos dos organismos, se centra en los límites legales que supuestamente padecen. La consecuencia lógica de esta reflexión sería la elaboración de innumerables leyes y reglamentos que resolverán ambos entuertos, con lo cual, en la práctica, solo contribuiremos a incrementar la telaraña jurídica que tiene sofocado a este pobre país. Leyes hay en exceso, como desde hace años repiten juristas y expertos en la materia.
La base del problema está en la forma cómo Alianza PAIS concibió el ejercicio del poder, muy a imagen y semejanza de lo que ocurría en Venezuela y Nicaragua. La vieja arbitrariedad de los grupos oligárquicos fue forrada con una retórica constitucional que cambió las apariencias, pero no el condumio.
A menos que queramos pedirle al parlamento sueco que nos dé escogiendo a las principales autoridades del Estado, esa función debe volver a la Asamblea Nacional. No existe otra fuente de poder suficientemente legitimada, con todas las taras y defectos que acarrea.
La finalidad terminó siendo la misma: un manejo discrecional de los recursos públicos para asegurar el enriquecimiento de nuevos grupos sociales. Si la fortuna de la dinastía Ortega-Murillo compite con la que antaño exhibieron los más renombrados somocistas, la de los jerarcas chavistas no le pide favor a la de los más rancios plutócratas venezolanos.
La astucia del modelito radica en que se presentó como una alternativa radical para transformar la sociedad. Pocos se percataron de la artimaña. Pretender cambiar la realidad desde las leyes es como colocar la carreta delante de los bueyes. Porque, en esencia, la economía, las relaciones sociales o la inventiva humana siempre van muy por delante del derecho.
Al final, el objetivo fue muy distinto al discurso oficial. En escenarios minuciosamente diseñados, la retórica de izquierda solo sirvió como cortina de humo para tapar negocios y negociados. Los revolucionarios ubicados en las entidades de control no tuvieron otra función que facilitar el latrocinio.
Para ello, el engendro denominado CPCCS cumplió una misión crucial.
La solución, aunque mala, no deja de ser pertinente. A menos que queramos pedirle al parlamento sueco que nos dé escogiendo a las principales autoridades del Estado, esa función debe volver a la Asamblea Nacional. No existe otra fuente de poder suficientemente legitimada, con todas las taras y defectos que acarrea.
En esas condiciones, la principal responsabilidad de la sociedad será interponer los filtros efectivos para que no lleguen a esos cargos personajes impresentables.
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