
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Si el proceso electoral llega a término con una mediana legitimidad, será un milagro. Como en una tragedia griega, los actos están dispuestos para llegar a un final tan predecible como aciago. El 8 de febrero habrá condiciones para que las impugnaciones al proceso aparezcan como tostado.
Las suspicacias respecto de la imparcialidad y probidad de los organismos electorales ha sido una constante en la historia nacional. Desde que Velasco Ibarra se erigió en figura pública a partir del cuestionamiento al fraude institucionalizado, las dudas quedaron sembrada. Al final, el sistema no se curó; simplemente quedó al desnudo.
Durante el correato, la falta de legitimidad del Consejo Nacional Electoral fue reemplazada por una imagen de orden acorde con el autoritarismo de turno. La imposibilidad de fiscalización permitió que hasta los apagones informáticos quedaran santificados. La alta popularidad del régimen sirvió para apuntalar un orden arbitrario y corrupto, es cierto, pero orden al fin.
Más que de ilegitimidad, el actual CNE adolece de un desorden contumaz. Los conflictos internos y las irregularidades se han sucedido con una frecuencia de vértigo. Ni bien se terminaba de procesar el fallo por desacato en contra de cuatro vocales del organismo, aparece la denuncia de una alta funcionaria a propósito de los contratos para la publicidad electoral. La profunda dispersión política que vive el país, sumada a la crisis económica y a la extrema debilidad del gobierno, no dan para que alguna autoridad tape esas anomalías con un carajazo.
¿A quiénes conviene este caos institucional? Pues a los nostálgicos del caudillismo. Atropellaban la ley, pero aseguraban el funcionamiento regular de las instituciones, puede ser la consigna que complemente a la célebre de que robaban, pero hacían obra. En una sociedad permeada por el clientelismo, no sería raro que ambas consignas produzcan votos. Con el caos del proceso electoral, el correísmo quiere abonar el terreno para que retoñe el orden arbitrario y corrupto del pasado.
La contraposición entre orden y caos ha sido una de las estrategias más rentables del populismo mesiánico y de la ultraderecha. Es decir, permitir o generar desorden, inclusive con métodos violentos, para luego justificar las salidas autoritarias. Precisamente lo que hoy está ocurriendo en los Estados Unidos.
La contraposición entre orden y caos ha sido una de las estrategias más rentables del populismo mesiánico y de la ultraderecha. Es decir, permitir o generar desorden, inclusive con métodos violentos, para luego justificar las salidas autoritarias. Precisamente lo que hoy está ocurriendo en los Estados Unidos.
Según varios analistas, la agresión del 6 de enero al Capitolio no es más que el preludio de una estrategia para convulsionar al país durante la administración del presidente Biden. Las amenazas de nuevas manifestaciones violentas están a la orden del día. Proyectar una imagen de ineptitud frente al caos constituirá, para los seguidores de Trump, el mejor argumento político para demandar su regreso al poder. Y si ese mensaje va reforzado con una adecuada propaganda respecto de la bonanza económica vivida durante su administración, entones el libreto está completo.
Con matices, las maniobras para atornillarse al poder suelen ser parecidas, sobre todo cuando por detrás intervienen una vocación mesiánica y una angurria insaciable por el control del Estado. Es caos es un buen negocio para quien después pretende poner orden.
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