
La Declaración Universal de los Derechos Humanos señala, en el artículo 11, numeral 1, que “Toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a la ley y en juicio público en el que se le hayan asegurado todas las garantías necesarias para su defensa”.
El propósito de la defensa penal es evitar que una persona inocente sea declarada culpable, pero, también, que el culpable reciba una pena justa e, incluso, la menos dañosa, de acuerdo con el principio de favorabilidad para el reo, y el juego entre las circunstancias atenuantes y agravantes en que se cometió el delito.
El derecho a la defensa se relaciona con valores tan importantes como la verdad y la justicia. Valores que, en teoría, deben guiar la actuación profesional de cualquier abogado. Si este se empeña en demostrar que su cliente es inocente, sabiendo que es culpable, atenta contra esos valores. Y toma por guías a la mentira y la injusticia.
Una actuación de este tipo no merece otro calificativo que el de inmoral y antiética. Lo que le interesa al abogado es obtener un resultado favorable a su cliente, aunque sea contrario a la justicia, pues ni esta ni la verdad le interesan.
El dinero, sí. Y el dinero fluye en abundancia y el precio de los servicios de un abogado crece en la medida en que este se ha mostrado más capaz que otros en hacer pasar la mentira por verdad, y la injusticia por justicia. Cuando, pese a sus pergaminos, falla, puede verse en problemas. Al parecer, eso sucedió con el intento de asesinato del abogado Raúl Llerena, en Guayaquil. En una nota del Diario El Universo, del 13 de agosto del presente año, se afirma que la ministra del interior, María Paula Romo, “detalló que el atentado sería supuestamente por un tema de narcotráfico. Llerena habría incumplido una promesa respecto a un caso de captura de droga, según la ministra se trataba de una tonelada”.
El dinero, sí. Y el dinero fluye en abundancia y el precio de los servicios de un abogado crece en la medida en que este se ha mostrado más capaz que otros en hacer pasar la mentira por verdad, y la injusticia por justicia.
Lo dicho no supone que deba dejarse a una persona, sea cual sea el crimen del que se le acuse, en la indefensión. Lo dicho significa que no se debe desvincular el ejercicio profesional de la ética profesional, y sustituir la búsqueda de la verdad por la búsqueda de algo que, siendo mentira, tenga la apariencia de verdad, y que, gracias a este parecido, justifique los fallos de jueces ciegos, ignorantes, medrosos o venales. El abogado inmoral provee a los jueces de argumentos pseudojurídicos para fundamentar: maquillar sus resoluciones, y la coima y la amenaza los ayudan a decidir.
Todo trabajo que se realiza en el marco de la ley debe ser remunerado. No así, las actividades que se hacen fuera o en contra de la ley. Los miles de dólares que recibe un abogado por conseguir que un capo del narcotráfico sea declarado inocente, sin serlo, no son dinero lícito. ¿Será por eso que ciertos jueces de la corte más alta del país se han negado a abrir sus cuentas o han renunciado a sus cargos antes de permitir que su patrimonio sea expuesto a la luz pública? El dinero obtenido de modo fraudulento por un abogado no le pertenece. Pertenece al Estado, como pago al daño que provocó a la sociedad y a sus instituciones.
Harrison Salcedo Mena, abogado de Jorge Glas, envió a última hora una fotografía grosera a una juez de la Corte Nacional de Justicia, para justificar su inasistencia a una audiencia programada con la debida antelación. Su propósito central, obviamente, era entorpecer un proceso que, dado el peso de las pruebas presentadas por la Fiscalía, debería terminar con la condena de su defendido.
Este abogado es un buen ejemplo de aquellos “profesionales” que están dispuestos a sacrificar la verdad y la decencia si consiguen, haciéndolo, buenos resultados para ellos y sus clientes. Del mismo tipo son los jueces y fiscales que, en los últimos meses, han echado a la basura el trabajo contra el crimen organizado hecho por la policía y la Fiscalía. Para estos “profesionales”, la verdad y la justicia no son los valores que deben guiar sus actuaciones. Para ellos, no son sino palabras, fórmulas que pueden usarse tranquilamente para nombrar el triunfo de la mentira, el soborno, la amenaza. “¡Se ha hecho justicia!”, gritan a voz en cuello, cuando alguno de los criminales que defienden, o, más bien, que encubren, son declarados inocentes de todos los delitos cometidos.
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