Dijo que ha sido la mayor crisis política después del 30-S. Pero que ya se la ha superado y pronto retornará a los niveles anteriores de popularidad. Y eso no va a pasar.
¿A quién cree que engaña Rafael Correa cuando dice, como la semana pasada, con la mayor frescura, que el rechazo popular que empezó el 8 de junio no era contra él porque se hallaba fuera del país? ¿O que los impresionantes gritos de “¡Fuera, Correa, fuera!” que, como una ola, profirieron las 250.000 personas que segundos antes vivaron al papa en la Ruta Viva, la Granados y la 6 de Diciembre, a la llegada del pontífice el 5 de julio, tampoco era en su contra porque él no iba en esa limusina de vidrios oscuros y que a quién le habrán pifiado?
Lo peor que le puede pasar a un político es negar la realidad. Sería patológico que realmente se engañara a sí mismo de manera contumaz. Ya sabemos ––nueve años hemos tenido para conocerlo bien––, que Correa desprecia lo que le supera y que falsea la verdad sin problemas: cuando este sábado reconoció por primera vez que su aceptación popular había bajado en junio, lo adjudicó a que “la gente estaba confundida y atemorizada” y “no contra nosotros”.
¿Hay quien crea las encuestas que citó en su enlace de este sábado desde Santa Rosa en El Oro? Dijo que en el punto más alto de la crisis política su aceptación cayó del 70% al 57% y la inconformidad de la población con su gobierno subió del 29% al 42%. Todo esto en su ausencia, mientras realizaba un viaje a Bruselas en donde participó de la reunión de la Celac y la Unión Europea (y, no lo olvidemos, con un paseíto a Milán y con 41 personas y en el avión más grande de los dos que tiene).
Según Correa, todo esto se solucionó con su retorno, cuando encontró a un país “asustado, atemorizado”, al igual que algunos de sus ministros. Supuestamente, con su presencia y con la socialización de las dos leyes mejoró la percepción ciudadana sobre su régimen. “Además de que la visita del papa Francisco ayudó mucho con su mensaje de serenidad y diálogo”, reconoció, rematando con que en los últimos días, “hemos tenido un repunte impresionante y estamos ya en el 65% y pronto alcanzaremos niveles de antes de crisis política”.
Estas cifras no se las cree ni él mismo y tal vez solo sirven para animar a los fanáticos que todavía tiene, igual que las que citó sobre su 69% de agrado y 27% de desagrado, mandándose su desplante de siempre: “A ese 27%: qué pena compañeros, yo no estoy aquí para ser míster simpatía, sino para cambiar el país en absoluta democracia”.
Si todo está tan bien, entonces ¿para qué mandar a su ministro de Relaciones Exteriores a que haga proselitismo político? Si todo está tan bien, ¿para qué poner a Xavier Lasso de subrogante? Esa movida desesperada ––porque es obvio que en dos meses no se va a lograr lo que no se ha podido en nueve años––, manda más mensajes de temor y confusión que cualquier cifra. Y nos descubre a un mandatario muerto de miedo, lo que confirma con la fijación que tiene de “llenar la Plaza Grande en 30 minutos”, como que la política fuera una guerra territorial.
(Por cierto, ¿cómo va a llenar Patiño la Plaza Grande en 30 minutos? Es una operación de alta logística que solo podría intentarse con transporte propio, calles despejadas y personal entrenado, como los garroteros que lamentablemente ya actuaron en la Universidad Central, con luz apagada y a cuchillada limpia, para rodear al presidente correísta de la FEUE).
De todo lo dicho por Correa es verdad una cosa: que la caída a pico de su popularidad se detuvo y reaccionó unos pocos puntos, por supuesto muchos menos de los que él afirma. Y que ese pequeño rebote se debe, en parte, a la ayuda involuntaria del papa. Pero Correa se olvida del otro personaje que le ayudó unos días antes: Jaime Nebot. La gran marcha de rechazo que este organizó en Guayaquil generó temores en la Sierra, cuyas clases medias rechazan a Correa pero también, y tal vez más, a Nebot. Es que no quieren ningún regreso al pasado socialcristiano, a ese pasado que personifica el actual alcalde de Guayaquil, que les recuerda al dueño del país, la defensa de los banqueros corruptos, el 1% a la circulación de capitales, el atropello a los derechos humanos.
Sea de eso lo que fuera, lo que no quiere reconocer Correa, por ceguera o táctica política, es que su declive es terminal. Que jamás regresará a los límites de popularidad del 2013 y que hoy se halla en pleno ocaso. Ese Rey Sol que fue, no tiene posibilidades de desandar en la órbita celeste y regresar al cenit. Aunque todavía el 24 de mayo pasado haya proclamado que el pueblo y su persona eran uno solo. Aunque su control absoluto de los poderes le otorgue la posibilidad de realizar su omnímoda voluntad por un tiempo más. Y aunque disponga de legisladores tan rastreros como para aprobar resoluciones en contra del derecho a manifestarse.
El ocaso de Correa se debe a dos realidades que ya no se pueden cambiar. La primera, la crisis económica, derivada sí de la caída de los precios del petróleo y de las otras exportaciones del Ecuador pero alimentada tozudamente por Correa con su nefasta política del derroche, al punto que hoy le tiene boqueando contratando deudas y asaltando cualquier caja que puede encontrar ––desde el 40% que quitó al IESS hasta los fondos de jubilación privados, desde las utilidades de los trabajadores hasta las deudas con los proveedores––, y que le inspira a sacar proyectos tan geniales como los impuestos a la herencia y a la plusvalía, con lo que ha acabado de espantar a la inversión, cosa a la que se dedicó con denuedo los años anteriores.
Lo peor para Correa, porque es lo peor para el pueblo ecuatoriano, es que esa crisis se refleja en la falta de trabajo y en la inflación, y de allí nace el descontento de las clases bajas que nada ni nadie podrá solucionar. Y la segunda realidad, el hastío de las clases medias por un gobernante autoritario y jactancioso, a quien ya no se le cree ni quiere.
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