
Se la llama crónica roja. Se trata de un historial que, en cierta medida, marca la vida cotidiana de las ciudades, de los barrios especialmente populares y pobres. Su presencia ha llegado a tal magnitud como si lo urbano se hallase casi necesariamente significado por una especial violencia. Barrios rojos porque la violencia e incluso la sangre los mancha día tras día. Pero también saben a sangre el robo, el atraco, la polifacética corrupción del poder. Historia hecha de acontecimientos despojados de la más mínima relación simbólica con la cultura, la libertad y los derechos. Quien dispara la pistola habita el territorio de la crueldad. Quien ordena o paga por una muerte, hasta podría habitar una mansión o un palacio, incluso un palacio de gobierno: la crónica roja se escribe en cualquier lugar.
Hasta tal punto los asesinatos se han convertido en actos puros, que cada vez resulta más complejo explicarlos y más aun comprenderlos. De hecho, a un asesinato le sigue una sucesión absolutamente bizarra de violencias. La más atroz de estas violencias se llama impunidad: crimen sin castigo, incluso cuando se aprehende al que disparó el arma porque nunca aparecerá quien pagó por esa muerte. Lo más cruel de esta crueldad es que, casi a renglón seguido, la comunidad vuelve a su cotidianidad como si nada hubiese acontecido. Probablemente lo único que queda es la certeza de la repetición: a una venganza le seguirá otra.
Uno de los elementos fundamentales que sostienen esta posición psíquica individual y colectiva consiste en una suerte de obligación personal e incluso familiar de hacer justicia por sus propias manos. Entonces, la venganza se convierte en la forma primordial, paradigmática de ejercer y de aplicar la crueldad convertida en justicia. Así se implanta la ley del talión: ojo por ojo, diente por diente. Un asesinato no se resuelve sino con otro asesinato. Porque el valor de una muerte dada depende de la calidad y cualidad de la víctima. Es decir, no todos los asesinados poseen el mismo valor de significación social. No significa lo mismo el asesinato de un chulo que la de un general de la República. Porque cuando se pervierte la ética social, desaparecen los límites para hacer el mal. Los asesinos de Gabela sintieron que el general asesinaba sus pérfidos negocios al oponerse a la adquisición de unos helicópteros. ¿Acaso el general pretendía interferir un negocio solo de generales? Cuando se instala en el poder, la corrupción es un virus que contagia a las alturas. Si en el barrio la venganza suele ser cruel, en las alfombras del poder la venganza es infinitamente mortífera.
Las mafias fueron y siguen siendo un ejemplo paradigmático de este orden particular que funciona de manera paralela a los ordenamientos sociales basados en la ley, la justicia y la ética. Estas organizaciones del mal se producen y funcionan únicamente cuando la justicia y los ordenamientos sociales se han debilitado tanto como para corromperse íntima y profundamente. En un régimen social en el que impera el orden y en el que la justicia y la ley son por igual para todos, incluidos los del poder, es casi imposible que se den estos grupos mafiosos organizados exclusivamente para que impere la ley de sus codicias.
Por lo mismo, se vuelven mafiosos los poderes políticos y sociales cuando operan al margen de la ley, cuando se organizan para delinquir, cuando utilizan los cargos públicos para enriquecerse, cuando hacen de las compras públicas (como adquirir helicópteros o repotenciar refinerías) una oportunidad calva para elevar exponencialmente su patrimonio. El vivo vive del tonto y el tonto de sus engaños.
Cuando se generaliza en la sociedad un divorcio radical y obvio entre el discurso y la práctica diaria de la ética, entonces es lógico esperar que en algunos espacios de la geografía social aparezcan el imperio de una ley particular y el ejercicio de una justicia sostenida en la venganza y en la ley del talión. De hecho, la violencia social constituye una de las expresiones paradigmáticas de la corrupción de los poderes del Estado. Si en los barrios populares se enteran de que el presidente de la república, sus ministro, sus generales son corruptos, ¿por qué no dedicarse también ellos a estafar, a asaltar e incluso a asesinar a los reales y supuestos enemigos? Lo harán a sabiendas de que a ellos sí el poder los perseguirá, los encarcelará e incluso los asesinará. Saben que de esta manera y con sus muertes el poder pretenderá aplacar el hambre de justicia de la sociedad. Cuantos más delincuentes encarcelados o asesinados, cuantos más barrios barridos, la sociedad se preocupará menos de crímenes como el de Gabela y hasta terminará olvidándose de los delincuentes que se organizaron en el régimen anterior.
Psicología de las masas. No precisamente como lo entendiera Freud sino tal como se aprovechan de ella los mafiosos y perversos que se insertan en los poderes políticos y sociales. ¿Acaso en un momento dado no se habló hasta el cansancio de un gobierno de las manos limpias y de los corazones ardientes? Mientras los predicadores cumplían con ahínco y a conciencia la misión del engaño y la farsa, los otros se levantaban con el santo y la limosna. Así se usurpó la ética del país.
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