
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Analizar la coyuntura únicamente desde la confrontación entre el movimiento indígena y el gobierno de Guillermo Lasso conduce a una simplificación extrema. Es como querer explicar el funcionamiento de un vehículo por la rotación de sus llantas.
La situación refleja una complejidad que se ha ido acentuando en la medida en que no se definen salidas a un conflicto histórico y estructural. Luego de 500 años de dominio, ni el Estado nacional ni las élites han aceptado la interlocución de un sujeto social que representa a una parte significativa de la sociedad. Jamás se menciona una palabra que define una condición política cada vez más explosiva: exclusión.
La posición del actual Gobierno, como la de la mayoría de los gobiernos que han pasado por nuestra historia, traduce una convicción profundamente arraigada entre esas élites sociales y económicas del país: todo se acepta, menos la posibilidad del poder para los indígenas.
La decisión fue por demás evidente en febrero de 2021. Un pacto tácito entre lassistas, nebotsistas y correístas impidió que un candidato de Pachakutik, con todas las condiciones para llegar a la presidencia de la República, pasara a la segunda vuelta. Los grupos de poder detrás de estas tres tiendas políticas presionaron por ratificar este esquema político excluyente. Que ahora se alarmen por el nivel de conflictividad al que hemos llegado es una muestra del más burdo cinismo.
Sostener que el tema indígena se soluciona superando la pobreza suena a perogrullada, porque obvia la complejidad del problema. Cuando la CONAIE elaboró su propuesta de Estado plurinacional apuntó al centro del conflicto político. No solo interpeló al Estado nacional, sino a la sociedad mestiza en su conjunto.
Las coincidencias no son gratuitas.La semana pasada se aprobó la Ley de uso progresivo de la fuerza con la entusiasta participación de esas mismas fuerzas políticas. Como si previeran que las injusticias y desigualdades latentes derivarán, tarde o temprano, en una confrontación cada vez más inmanejable, se apuraron en facilitar las opciones represivas. Por eso no sorprende que, con mínimas variaciones, hayan acogido el mismo discurso policial y racista en contra del movimiento indígena.
Sostener que el tema indígena se soluciona superando la pobreza suena a perogrullada, porque obvia la complejidad del problema. Cuando la CONAIE elaboró su propuesta de Estado plurinacional apuntó al centro del conflicto político. No solo interpeló al Estado nacional, sino a la sociedad mestiza en su conjunto.
La respuesta, entonces, no es aplicar políticas sociales para resolver necesidades parciales de los pueblos y comunidades indígenas, sino superar la condición de sectores subalternos que se les impuso desde la colonia. Definir al otro (alter) para ubicarlo debajo (sub) ha sido una norma implícita de la dominación cultural en el Ecuador. Una suerte de código genético de nuestro ethos nacional.
Por eso, referirse a la exclusión que padecen los sectores populares, especialmente los indígenas, se ha convertido en una apostasía para las élites ecuatorianas, por la sencilla razón de que trae implícita una discusión política fundamental: la democratización del poder. Para los fervientes defensores del sistema es una palabra indeseable.
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