
Profesora universitaria, investigadora y periodista, con un doctorado por la Universidad Nacional del Cuyo, de Argentina.
Un pueblo “alegre, contento, cordial”, dueño de una “riqueza espiritual, de piedad, [y] de profundidad” fue como definió a los ecuatorianos el papa Francisco en su última intervención pública en El Quinche. Tal apreciación refrendó sus primeras valoraciones, las que enunció a su arribo al país, en Tababela, cuando describió a los ecuatorianos como plenos de “nobleza” y con una identidad modelada en siglos de historia, además de reconocerlos como un “pueblo que se ha puesto de pie con dignidad”. El pontífice, cierto es, había visitado nuestro país en diferentes ocasiones; conocía, pues, a los ecuatorianos.
La importancia de sus estimaciones postreras proviene de que su intervención en El Quinche fue improvisada, pues no tuvo ganas de leer el discurso preparado. Se infiere, entonces, su voluntad de compartir aquello que le escuchamos, y evidenciar su percepción sobre nosotros, los ecuatorianos, probablemente fruto de haber interactuado con millones de compatriotas en escenarios religiosos, laicos y masivos, como las calles de nuestra patria. Consecuencia, ello, de su capacidad de observación y de escucha, de su atención, de su vivencia y de su reflexión. El papa Francisco, se puede intuir, quiso manifestar su reconocimiento a la hondura del alma ecuatoriana, a la espiritualidad nacional, circunscrita no exclusivamente a lo religioso; una espiritualidad en relación con lo trascendente, más allá de la expresión de una fe específica.
Las palabras del pontífice contradicen la visión que sobre el mismo pueblo ecuatoriano tienen los representantes del gobierno central. Desde las alturas de su dominio político, nos miran como un conjunto de sufridores, odiadores, pelucones, violentos, borrachos, drogados, golpistas, desestabilizadores, oportunistas, vendepatrias, infantiles, politiqueros y tirapiedras, incapaces de reflexión y de pensamiento, entes manipulados que solo actuamos gracias a las dádivas de quienes financian las movilizaciones de protesta o las iniciativas de reclamo al régimen.
Increíble que el mismo pueblo que nutre de diversidad las marchas de los sectores sindicales y de los pueblos indios; que acude en familia a Los Shyris sea observado de manera tan antagónica. ¿Quiénes se equivocan? ¿Quiénes están desfasados de la realidad?
Los últimos ocho años y medio, desde cuando unos iluminados decidieron refundarnos, se han caracterizado por el control, el “disciplinamiento”, la tutela gubernamental y la pretensión de uniformarnos y de guiarnos por un único sendero. Desde su pregonada lucidez, aspiraron a indicarnos cómo debíamos conducirnos y para lograrlo no escatimaron esfuerzo alguno. Su propensión a la vigilancia, estrenada contra los “medios mediocres y corruptos” y el “periodismo mercantil”, fue ampliándose sucesivamente a todos los ámbitos sociales y del estado. En esta cruzada en pos del silenciamiento social uno de los aportantes en demasía fue el ministerio de la propaganda, el órgano del proselitismo correista, el que ha caricaturizado la comunicación.
Pero el guión gubernamental, que tanto parece gustar en Carondelet, está naufragando, mermando su atractivo y perdiendo legitimidad, credibilidad y adhesión. Este debilitamiento mostró graves síntomas con la venida del papa Francisco, a despecho de la intención de “secuestrarlo” como lo ha señalado una columnista colega. Todo el aparato de regulación y el despliegue tecnológico, en el más puro estilo “sabatinero”, revelaron cuánto de desconocimiento del alma ecuatoriana, de su vigor y de su reciedumbre tienen quienes se hallan temporalmente encumbrados en el poder político. Ello desentrañó como durante 8 años y medio han mirado para otro lado y no han podido relacionarse vitalmente con los ciudadanos. Apenas han atinado a perfilar un acercamiento ficticio, interesado: falseta, “para la foto”.
Finalmente, llama la atención la necesidad del correísmo, que se vanagloria de contar con millones de fieles, de demandar el aval pontificio. Según relata El Comercio, en la última sabatina el jefe del ejecutivo señaló que “Su Santidad admira el proceso que está viviendo desde hace ocho años Ecuador. (…) Tuvimos una larga y fraternal conversación con el Papa. Admira lo que estamos construyendo juntos en nuestro nuevo Ecuador”. ¿Por qué el gobierno implora la garantía del Vaticano? ¿Acaso, porque, aun cuando lo niegue retóricamente, ha perdido respaldo popular y sus nexos con mayoritarios segmentos de la sociedad nacional se han degradado? Al presidente de una república laica le debería importar más disfrutar de la aprobación de sus mandantes que regocijarse con la aquiescencia de un prelado, por más digno y merecedor de respeto y afecto que este sea.
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