
La protesta social, tal como la practican ahora el movimiento indígena y ciertos grupos de izquierda, a los que se suman miembros de lo que Marx denominaba lumpen proletariado, es una forma de organización del resentimiento y activación del odio, cuyo medio de expresión característico es la violencia.
A diferencia de la protesta pacífica, en la que puede haber excesos o estallidos de violencia eventuales y aislados, en la protesta del resentimiento los actos violentos son sistemáticos y continuos y tienden a multiplicarse y aumentar de nivel. La violencia, en este caso, no es reactiva, sino deliberada.
Quienes participan en la protesta del resentimiento están preparados para agredir. El ataque es el medio para conseguir sus objetivos, aunque sería mejor decir “para imponerlos” tanto al poder público como a los ciudadanos.
El repertorio de esta forma de protestar es muy variado, e incluye el cierre de carreteras, la ocupación de centrales de servicios públicos, el ataque a objetivos económicos públicos y privados, y la toma de pueblos y ciudades.
Esta última, la ocupación de territorios, es una práctica que, en Ecuador, se está generalizando. Si este tipo de protesta se generaliza y el Estado no se muestra capaz de controlarla, los ciudadanos que no están de acuerdo con la protesta o la forma en que se realiza empiezan a asociarse. En principio, en marchas y plantones pacíficos.
Se trata de formas de asociación y acción eventuales, que usualmente no terminan en la formación de organizaciones civiles o políticas. Cumplen su papel de resistir a la violencia, sin enfrentarse con quienes la provocan y se disuelven.
No siempre ocurre así. Si la inestabilidad social persiste y el Estado no se muestra capaz de controlar a los violentos, es posible que se organicen grupos, también violentos, para enfrentarlos.
Quienes participan en la protesta del resentimiento están preparados para agredir. El ataque es el medio para conseguir sus objetivos, aunque sería mejor decir “para imponerlos” tanto al poder público como a los ciudadanos
No hace tantos años, veíamos la violencia civil de México y Colombia como algo que jamás nos tocaría vivir. Ahora, cada noche en los noticieros televisivos se hace el inventario de muertos que provoca la guerra del narcotráfico. Y, en estos días, la Conaie presentó una denuncia por un presunto disparo realizado contra el auto en el que se trasladaba Leonidas Iza, presidente de la organización.
Miembros de la cual atacaron con lanzas y bombas molotov a policías y militares en Pastaza y dispararon con escopetas contra miembros de las Fuerzas Armadas que custodiaban un pozo petrolero en Limoncocha; y en el barrio Nueva Aurora de Quito, con hierros afilados exprofeso se dedicaron a pinchar los neumáticos de los vehículos que circulaban y a amenazar a comerciantes y dueños de vulcanizadoras que se atrevían a ayudar a los afectados.
Gustavo Álvarez Gardeazábal inicia Cóndores no entierran todos los días, su novela sobre la violencia política en Colombia entre 1948 y 1958, de la siguiente manera:
“Tuluá jamás ha podido darse cuenta de cuándo comenzó todo, y aunque ha tenido durante años la extraña sensación de que su martirio va a terminar por fin mañana en la mañana, cuando el reloj de San Bartolomé dé las diez y Agobardo Potes haga quejar por última vez las campanas, hoy ha vuelto a adoptar la misma posición que lo hizo un lugar maldito en donde la vida apenas se palpó en la asistencia a misa de once los domingos y la muerte se midió por las hileras de cruces en el cementerio”.
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