
Desde hace algún tiempo he venido reflexionando sobre el trabajo en el sector público para quienes son críticos al Gobierno, un tema que he discutido acaloradamente con colegas y conocidos y, sobre el cual, confieso, aún no tengo una postura definida.
Para que entiendan mi preocupación sobre este tema les tengo que contar un poco sobre mí: Con todos sus bemoles, mi experiencia laboral como especialista en Derechos Humanos ha sido interesante, pues he podido ejercer desde diversos sectores. Esto me ha permitido conocer las fortalezas y debilidades que tienen los organismos internacionales, las entidades gubernamentales y las organizaciones de la sociedad civil que trabajan en el tema; con lo cual hoy puedo juzgar –sin apasionamientos y con mucha autocrítica– lo que cada sector hace bien o mal, en qué ha sido exitoso y en qué puede mejorar.
Por eso me espeluzna cuando algunas personas insinúan que quienes son críticos al Gobierno no pueden o no deben trabajar en el sector público. Me parece un argumento peligroso dentro de una democracia, tanto cuando viene de funcionarios del Gobierno –que se precia de ser el más garantista de la historia– como cuando viene de activistas que promulgan a diestra y siniestra la tolerancia y la pluralidad de ideas.
Una democracia es tal porque permite que las personas ejerzan con igualdad sus derechos y tengan las mismas oportunidades, sin condicionar esto a su ideología o posición política. Siendo el trabajo un derecho fundamental, su ejercicio no puede depender de lo que el aspirante a un puesto crea, critique o defienda.
Mucho menos cuando la oferta viene del Estado que, en teoría, es el principal garante de los derechos consagrados en la Constitución y los tratados internacionales. Decir lo contrario, sería afirmar que quienes son afines con el gobierno de turno tienen más oportunidades laborales que aquellos que son críticos con éste, lo cual es a todas luces contrario al principio básico de no discriminación.
Esa postura es poco práctica, pues aleja a gente calificada y con ganas de servir a su país de cargos que se verían beneficiados al contar con la experiencia, ideas y creatividad de esos candidatos. Las críticas más recurrentes al sector público son justamente la falta de preparación de muchos de sus integrantes en cuestiones técnicas; su poca iniciativa, experiencia y motivación para servir. Pero cuando una persona con esas características se integra a un cargo público, es acusada de “traicionar sus ideales”, “venderse al Gobierno”, “acobardarse” o “acomodarse al poder”. ¿Qué profesional querría servir a su país sabiendo que sus colegas pondrán en duda su ética por hacerlo?
Más aun, me atrevo a decir que esa postura es perversa. En un país donde la empresa privada está ahogada económicamente y la sociedad civil está prácticamente impedida de trabajar y captar fondos, ¿dónde más puede un profesional trabajar para mantener a su familia? No es lógico pedir que estas personas se sienten a esperar cinco, diez o quince años (lo que dure el gobierno actual) para tener trabajos estables con sueldos a la altura de su preparación y capacidades. No es justo exigirles que sacrifiquen la estabilidad económica de sus hijos por sus ideales personales, ni es conveniente para el país que no existan funcionarios públicos de carrera que puedan dar continuidad a su trabajo en administraciones futuras. Una de las mayores debilidades del correísmo fue haber creado una nueva generación de servidores con gente que aunque preparada académicamente, no tenía idea de las particularidades de esos cargos. Reemplazar una burocracia con otra nueva y más inexperta, es un error que un próximo gobierno no puede darse el lujo de repetir.
Con esto no defiendo a los funcionarios que han abusado del poder que hoy ostentan para perseguir a quienes en otra época eran sus colegas, o a aquellos que en el momento de redactar una ley o dictar una sentencia olvidaron lo que enseñaban en las aulas, o a quienes han cometido flagrantes actos de corrupción desde las altas esferas del poder. Estoy hablando de profesionales altamente capacitados que son capaces de trabajan en el Estado sin comprometer su posición ideológica, su discernimiento o su objetividad. He tenido la suerte de trabajar con muchos de ellos, y debo decir que hacen su labor desde lo técnico, sin atropellar derechos de terceros o infringir la Ley.
En un mundo ideal, los funcionarios públicos deberían ejercer su derecho a la libertad de expresión, como cualquier ciudadano de a pie, a la hora de formular críticas a la gestión de la persona o institución para la cual trabajan; pero eso es demasiado idealista de mi parte. Por ahora, quienes trabajan para el Gobierno tienen menos derecho a opinar que el resto de ciudadanos (asumiendo que nosotros aún tenemos este derecho). Asimismo, en un país democrático, alguien que es crítico con el gobierno debería tener tantas oportunidades laborales dentro del Estado como quien no lo es; pero eso también parece ser otro idealismo, gracias a las sesgadas posturas de gente –de dentro y fuera de la función pública– que asimilan equivocadamente el servicio público con una adhesión incuestionable a todas las acciones, posturas y omisiones de quienes ostentan el poder.
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