
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Las elecciones en Brasil son desconcertantes. ¿Cómo explicar que la mitad del electorado se haya inclinado por una propuesta abiertamente retrógrada luego de elegir por tres veces consecutivas a un partido de izquierda?
Las respuestas serán innumerables y ocuparán mucha tinta en los próximos tiempos. Por ahora nos interesa analizar las consecuencias de este resultado electoral y de un eventual –aunque no deseado– triunfo de Bolsonaro en la segunda vuelta.
La primera consecuencia será el desequilibrio hemisférico. Brasil es la octava economía del planeta y la más importante de América Latina. El primer triunfo de Lula fue fundamental para frenar el expansionismo comercial de los Estados Unidos. En esa época, un área de libre comercio hemisférica (el ALCA) era inviable sin la principal economía de la subregión. La negativa del gobierno petista a integrarse a ese proyecto forzó a los Estados Unidos a promover tratados de libre comercio (TLC) por separado (con cada país o grupo de países), reduciendo significativamente sus aspiraciones de control comercial.
En ese sentido, más que a un gobierno de izquierda Lula representó un contrapeso regional a la hegemonía capitalista de los Estados Unidos. Bolsonaro, en cambio, representa el aperturismo ilimitado, un regreso a la articulación indiscriminada de las economías periféricas a los grandes capitales transnacionales. Dentro de esa lógica, no habrá dinero para paliativos sociales.
La conflictividad social, entonces, tendrá que ser manejada desde la militarización de la política. Esta estrategia ha sido hábilmente vendida por Bolsonaro a partir del imaginario colectivo de la seguridad. Si la gente votó contra la proliferación de la delincuencia, bastará que el gobierno estigmatice la protesta social para justificar su criminalización. Ahí radica el sueño de todo proyecto autoritario.
En ese sentido, una segunda –y peligrosísima– consecuencia será la legitimación del autoritarismo. Hoy, a solo 72 horas de los resultados, ya se especula sobre las posibilidades de la virulencia discursiva como estrategia electoral para otros países de la región. Es más, en el Ecuador se analiza si los candidatos de la derecha (léase Nebot y Lasso) estarían dispuestos a jugarse por esa alternativa en 2021. Nada incoherente si consideramos las opciones jurídicas defendidas por CREO y los socialcristianos frente a los problemas de la inseguridad pública, los derechos de las minorías, la plurinacionalidad y la reivindicación del aborto.
Un tercer efecto será el sacudón a la izquierda latinoamericana. La alcahuetería con los propios errores, y con las graves desviaciones de los proyectos “progresistas”, no puede seguir siendo la tónica del análisis político. Minimizar la corrupción y el autoritarismo como males intrínsecos y generalizados de nuestra política, para así justificar la autocomplacencia, es la ruta más corta para renunciar a un proyecto de transformación social. La izquierda no nació para administrar –además deficientemente– el capitalismo, y mucho menos para reproducir sus vicios.
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