
Profesora universitaria, investigadora y periodista, con un doctorado por la Universidad Nacional del Cuyo, de Argentina.
El chileno Manuel Antonio Garretón es enfático en afirmar que el derrumbe del campo socialista en 1989, en Europa del este, exigió redefinir el concepto de socialismo. Esta idea la explicó en su disertación titulada Socialismo real y socialismo posible expuesta en mayo de 1990 en un seminario titulado “Chile: la izquierda en transición”. Para desarrollar su aserto se preguntaba si el desplome de aquellos regímenes significó, realmente, la caída del ideal socialista.
A aquellos sistemas, dice Garretón, se los consideró socialistas porque los caudillos que estuvieron al frente de ellos se autodenominaron así y bautizaron a sus gobiernos como socialistas. Tal como acontece en estos momentos con los cacicazgos latinoamericanos que se auto nombran como progresistas.
El primer supuesto socialismo real, aquel que arrastró a la tragedia a millones de seres humanos, se impuso bajo la égida del supremo juez, la Unión Soviética, que se apropió de tal vocablo y se transformó en la instancia que, a modo de notaría, autorizaba o no el calificativo de socialistas a quienes se candidateaban para adoptar tal adjetivo.
Esos países se caracterizaron, según Garretón, por instalarse por fuera de la historia y de la realidad, y por pretender convertir un modelo en un ideal absoluto, que hizo caso omiso de toda especificidad. El prototipo que cayó cuando se arruinó el socialismo real emergió tras un “quiebre institucional” llevado a cabo por un grupo armado, frente a un aparato del Estado debilitado, en crisis. En todos esos territorios se erigieron regímenes con un partido único, y su manejo económico se definió como anticapitalista y decidido a terminar con la propiedad privada. Para ello se enmarcaron en una ideología, la marxista-leninista, que, se suponía, construiría una sociedad sin clases. Esta es la síntesis del socialismo real que nada tiene que ver con el “socialismo deseable”, en palabras de Garretón.
El socialismo deseable y posible no se instituye en lo abstracto, lo alienante, o lo fanático. Ni se configura en torno a la idea romanticona de la revolución. Tampoco reivindica el partido único. Apunta, más bien, a la democracia, es decir hacia el pluralismo. Opta y se guía por el respeto radical hacia los derechos humanos. Hacia todos, incluidos los civiles y políticos; los simbólicos, los colectivos y los individuales. Es decir, hacia aquellos que también verifican las libertades de pensamiento, de opinión y de expresión de ese pensamiento y de esa opinión, aun cuando discrepen totalmente con quienes poseen de modo temporal el poder político.
El socialismo deseable no apuesta a la estatización de la economía, ni concibe la propiedad privada como algo indeseable, añade Garretón. Reconoce, eso sí, la necesidad de no perder de vista el bien común. Otra diferencia adicional y clave entre el socialismo real y el deseable es que por sobre el objetivo marxista de destruir las clases sociales, por considerarlas el summum de la opresión, el socialismo deseable coloca la necesidad de dotar a quienquiera fuese explotado, de todos los medios y posibilidades para luchar y superar la “explotación, opresión y alienación”. Este combate, por cierto, responderá a los rasgos de cada sociedad existente. Es decir, descongela el entendimiento estático del socialismo y lo ubica históricamente, en el aquí y en el ahora. Con ello lo relativiza y lo vuelve un concepto móvil, sujeto a las contingencias y obligado a adaptarse a ellas.
Si traducimos las premisas de Garretón al momento actual podemos afirmar, sin reservas, que ser socialista hoy es mirar con buenos ojos y aplaudir la derrota legislativa del chavismo-madurismo, la del kirchnerismo y la de quienes pretendieron implantar las reelecciones indefinidas en Ecuador y en Bolivia. Y celebrar la petición de cuentas que el poder judicial brasileño, con apoyo ciudadano, está exigiendo a un ex presidente y a la actual gobernante.
La aspiración de Garretón, de mirar el socialismo dentro de la democracia, lo inscribe en la corriente que percibe a este régimen político como el mejor para concretar las luchas contra toda opresión. Por ello su mirada se asemeja a la comprensión del socialismo que propuso el brasileño Francisco C. Weffort en 1992, en su texto titulado ¿Cuál democracia?. Este autor sostiene que los acontecimientos de 1989-1991, que condujeron al derrumbe del socialismo real, muestran que el relato histórico es el de la “historia de la libertad”. Ciertamente relacionado con el modo como Hannah Arendt concibe las revoluciones triunfantes, como aquellas en las que se institucionaliza la libertad.
Para Weffort, aquel socialismo real significó la supremacía de la economía sobre la política, a contracorriente del crecimiento de la sociedad civil y de la ciudadanía, que sobrevino en décadas posteriores. Y estuvo anclado en visiones teleológicas y deterministas. Al socialismo deseable, por el contrario, Weffort lo advierte como una “posibilidad, no como una necesidad histórica”. Y concluye que tras los hechos de 1989-1991 la lucha por la democracia se condensa en una acción que busca reunir la libertad política y la libertad económica; la justicia social y la libertad. Todo lo contrario de los absolutismos y totalitarismos, estatistas o mercantilistas.
La propuesta de Weffort, entonces, es que el socialismo posible, tras ese desmoronamiento en Europa del este, tiene un futuro promisorio siempre y cuando los socialistas le den un nuevo significado, en el cual la democracia sea su eje. Un socialismo que se identifique con la democracia política, incorpore el pluralismo “social, ideológico e institucional”, fortalezca a la sociedad civil y admita al mercado.
Lo proyectado por Garretón y Weffort, como es posible establecer, no tiene nada en común con los “socialismos del siglo XXI”. Estos son administraciones que se acercan a las vivencias del socialismo real y representan, ellos sí, una restauración conservadora, aderezada con populismo, descomposición, autoritarismo y desprecio hacia los otros. Estos gobiernos, aunque se proclamen progresistas, mantienen las ideas esclerotizadas de los socialismos reales. Y tras casi 30 años de abatidos, lo conservan en su versión caricaturesca, como simple farsa. Por ello están en retirada.
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