
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
No hay vueltas que darle: la crisis del correísmo no es transitoria; es una crisis estructural. Reducido el proyecto a un asunto de clientelismo, corrupción y enriquecimiento de una nueva casta burocrática, no tiene capacidad política para responder a la adversidad. Desde que las arcas públicas se vaciaron, la seguidilla de errores del oficialismo se ha vuelto cada vez más dramática. La derrota de febrero de 2017 ha sido más devastadora que la de 2014. Es el debilitamiento sustancial del caudillismo, del poder centralizado y autoritario.
Desconcertado y desesperado —e incapaz de entender la complejidad del momento político— Correa opta por el suicidio. No solo personal, sino del binomio de Alianza País y de la cofradía verde-flex en su conjunto. Cada una de sus intervenciones públicas es un tiro por la culata, una ratificación de que están perdiendo las elecciones del 2 de abril.
Amenazar, por ejemplo, con quedarse en el país para defenderse en caso de que triunfe Lasso implica un doble reconocimiento: por un lado, la derrota electoral y, por el otro las cuentas pendientes con la justicia. ¿Por qué lo perseguiría el próximo gobierno —se pregunta la gente con justa razón—, a no ser que haya cometido algún delito que desconocemos? ¿O tiene pavor de que lo midan con la misma vara de la justicia servil con la que él ha medido a tantos opositores durante diez años? Cada ladrón juzga por su condición, dirían los viejos comentaristas de la política nacional, que saben de memoria en qué y cómo terminan estos experimentos populistas.
La denuncia de un supuesto fraude fraguado por la oposición para la segunda vuelta pasa del cinismo a la puerilidad. Mejor dicho, a la fantasía. A menos que Correa esté dispuesto a provocar una masacre entre ecuatorianos en caso de que Moreno pierda las elecciones, la denuncia no tiene sentido. Con un Consejo Nacional Electoral controlado por Alianza País, y con los antecedentes de las irregularidades detectadas el 19 de febrero para favorecer al oficialismo, ¿quién en sus cabales creerá que la oposición está en condiciones de armar un fraude? Es más, la denuncia del General Luis Castro, luego de ser removido de su cargo, únicamente contribuye a sembrar dudas en sentido inverso.
El gran problema del correísmo radica no solo en su tendencia compulsiva a tergiversar los hechos, sino en un desconocimiento casi patológica de la Historia. Los fraudes electorales siempre los organiza el poder de turno. De ocurrir lo contrario, tal como anuncia Correa, seríamos el primer ejemplo en el mundo en que le hacen fraude a un gobierno en funciones. Un nuevo record parea la grandilocuencia de la publicidad correísta.
De allí que la campaña internacional del régimen para denunciar el supuesto fraude termine suscitando risas disimuladas más que preocupaciones. Si Evo Morales aceptó la derrota en el referéndum y el chavismo admitió la paliza en las pasadas elecciones, resulta por demás forzado que el gobierno de Correa impugne los resultados. Difícil de tragarse esa rueda de molino, más allá de que haya uno que otro gobierno cómplice en la región que secunde esta versión.
La promoción de encuestas adulteradas aprieta aún más la soga al cuello del oficialismo. La ficción del 42,5% con que los jerarcas correístas se proclamaron vencedores está demasiado fresca. Sobre todo, porque tiene antecedentes que datan de la consulta de 2011, cuando el “margen de error” de la encuestadora oficial alcanzó 20 puntos de diferencia. Que ahora Correa eche mano de sondeos que le atribuyen el 60% de votos a Moreno no solo resulta inverosímil, sino demencial. Por razonamiento básico: si así fuera, el binomio verde-flex habría arrasado en la primera vuelta.
El burdo y desfachatado desplazamiento de Lenín Moreno completa este desenfrenado suicidio. Si ya existían dudas respecto de la capacidad del candidato oficial para asumir la conducción del futuro gobierno, en la últimas dos semanas esta percepción se ha acrecentado. Correa no le hace sombra; se le sentó encima. Lo convirtió en un fantoche. Contra toda lógica y estrategia, está conduciendo y asumiendo la campaña por sí y ante sí. Atormentado por la fatalidad de la derrota, de su derrota, quiere disfrazar la realidad con traje carnavalesco. Como en una opereta, naufragará con bufones, cortesanos, comparsas y ornamentos.
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