Guápulo, 11:23 P.M, Damián y Tania sienten la electricidad del beso mientras viajan en un carnaval de endorfinas que desaparece todo. Se besan sin lógica ni tiempo en una casona de tumbados altos que tiene un jardín de lirios, crisantemos y magnolias. Guápulo es un barrio bohemio, situado a las afueras de Quito. Está rodeado por montañas y tiene una iglesia de piedra con cúpulas recubiertas de cerámica. Tania separa su boca de la de Damián y exclama: “loco, qué bacán, ésto”. Desenvaina un móvil de su jean, mira con picardía a Damián y le propone tomarse un selfi. Respiran agitadamente, sus pupilas se dilatan frente a la cámara del móvil, simulan naturalidad. La nueva pareja hace circular la imagen almibarada de ambos a través de Facebook, Instagram, y Whatsapp. A cada momento revisan sus móviles y celebran la cantidad de likes y emojis obtenidos. La parte mágica y espiritual del beso consiste en sumar pulgares arriba que aprueban este nuevo beso on line.
Londres, Knightbridge, 8 A.M, ulular de sirenas, densa niebla difuminada por luces azules y anaranjadas de patrulleros que avanzan hasta llegar a un edificio de ladrillo. Los policías ingresan apresuradamente a las oficinas de la Embajada de Ecuador que funciona en la planta baja. Desde un balcón frontal, que da a la calle, flamea despreocupada una bandera con tres colores: amarillo, azul y rojo. Los gendarmes lucen concentrados, como si se tratase de una cuestión de vida o muerte, después de tres minutos aparecen con un individuo blanco, delgado, luenga barba y melena desangelada a quien tienen inmovilizado. El nuevo prisionero forcejea, intenta liberarse, pero solo consigue que los recios gendarmes lo sujeten con más saña y lo derriben. Varios camarógrafos siguen la escena, cientos de flashes quiebran la bruma mientras los periodistas buscan la imagen más dramática con sus cámaras fotográficas y de vídeo. Hay seis muchachos de no más de 20 años que gritan desesperados: Freedom for Michael. Uno de los jóvenes rompe el cerco policial y logra tocar a Michael que ya está siendo ingresado en la furgoneta de Scotland Yard. Al final, Michael alcanza a dar un grito que retumba en toda la calle: fight.
Bernardo Fleitas despierta a las 10 y quince de la mañana, la luz ingresa a raudales por una claraboya de cristal. Fleitas está sediento, con residuos de música tecno en sus oídos y algo de resaca. Sin levantarse, con movimientos mecánicos alcanza una bebida energizante sabor a manzana que se encuentra encima del velador. Bebe con avidez hasta tomar conciencia de que otro día se inicia en su vida. Bernardo tiene 18 años, se graduó en el cole hace siete meses aunque todavía no tiene idea de lo que va a estudiar en la universidad. Lo único real es su adicción a Facebook, Instagram y Whatsapp. Baja las escaleras de madera de su casa ubicada en un barrio residencial de Quito, llega hasta la cocina, abre el refrigerador y extrae un litro de leche. Coloca leche en un plato hondo mientras deja caer un puñado de hojuelas de maíz azucaradas, su mirada se ilumina cuando se lleva una cucharada de zucaritas a la boca. Revisa su bermuda celeste y saca un móvil de última generación, con cierta ansiedad desliza sus dedos por la pantalla del celular, súbitamente una brisa de pánico lo sacude al revisar Facebook e Instagram. Sus latidos se aceleran, parece un animal sitiado: cero likes.
Demudado y repleto de rabia telefonea a Damián, uno de sus mejores amigos:
—Damián, no sé qué pasa con el puto feis, ni un like, subí como diez fotos de la fiesta y en Instagram nada?, ¿qué pasa huevón?
—Chuta, no sé bro, algo leí que este loco de Michael, el hacker al que metieron a la cárcel, había amenazado con bajarse el sistema informático del feis. Me pareció imposible pero mi feis también está muerto.
—Cabrón, hijueputa, y ahora chucha ¿qué hacemos bro?
Corina, la empleada de la casa, mira con recelo a Bernardo, le pregunta si desea huevos fritos o revueltos. El chico, algo descompuesto, le clava una mirada hostil, no responde. El mundo de Fleitas empieza a colapsar.
En las calles de París, un grupo que se autodenomina “chalecos amarillos” inicia varias manifestaciones en contra del apresamiento de Michael, quien había revelado millones de vídeos y noticias secretas de la CIA y el Pentágono. Michael se transformó en un símbolo para los jóvenes iconoclastas, ávidos de un mesías que enfrentara a los grupos más poderosos del mundo.
Las marchas de solidaridad a favor del joven hacker se extienden desde París hasta otras ciudades como New York, Madrid, Roma, Buenos Aires. En Quito se respira una tensa calma respecto al caso Michael porque el gobierno de Ecuador, años atrás le concedió asilo, ahora por presiones internacionales terminó entregándolo a sus captores. Esta decisión provocó muchas reacciones a todo nivel incluyendo la de un ejército de hackers que sabotearon el sistema informático de varias instituciones públicas y para colmo entraron a las plataformas de Facebook e Instagram, bloqueando usuarios. Parece que la aventura virtual de millones de ecuatorianos que dependen hasta la extenuación de las redes sociales está llegando a su fin.
Alrededor del mundo se escuchaban voces a favor y en contra del pirata de la comunicación, para muchos padres de familia el hecho de que sus hijos leyeran un libro o salieran a un parque, representaba un cambio sustancial que nunca se lo esperaron. Terminaron agradeciendo a Michael y a su grupo de hackers por haber desconfigurado las plataformas virtuales de Facebook e Instagram.
Bernardo Fleitas lleva seis noches sin dormir, ya no es el chico popular que recibía likes a diestra y siniestra. Ahora es un ser anónimo obligado a abrirse paso en el mundo de los seres de carne y hueso. Nada de pantallas, ni de sonrisas retocadas, ni emojis, si quieres ser reconocido en el mundo real, tienes que ganarte ese reconocimiento sobre la base de tu interacción física e intelectual con el resto de seres humanos. Berny, como le llaman sus padres y amigos, intentó medidas desesperadas como leer un libro, pero no logró concentrarse, había pasado demasiado tiempo pendiente de las notificaciones que llegaban a su teléfono móvil, su cerebro era una extensión más del celular.
Alrededor del mundo se escuchaban voces a favor y en contra del pirata de la comunicación, para muchos padres de familia el hecho de que sus hijos leyeran un libro o salieran a un parque, representaba un cambio sustancial que nunca se lo esperaron. Terminaron agradeciendo a Michael y a su grupo de hackers por haber desconfigurado las plataformas virtuales de Facebook e Instagram.
Berny seguía sin entender que había pasado, estalló la burbuja en la que flotaba cómodo e intocable. Telefoneó a su compañero de jarana:
—Damián, el otro día llamé a Daniela y no me paró bola. Esto es de locos. Puto Michael, puto Michael, puto Michael, ya no puedo más.
—A mí la Tania me vio en el mall y ni se me acercó, es como que se acabó el embrujo, ñaño tú y yo habíamos arrasado con esta ciudad y ahora somos unos pobres vergajos.
—Ya no tomo ni fotos, para qué, ¿quién va a verlas?, somos unos luser
—Oye, hay un grupo de activistas que están disfrazados de “anonymous” y que piden la libertad de Michael, tal vez si lo liberan, sus hackers nos habiliten de nuevo el feis.
—Y qué propones, salir a la calle a juntarte con una masa bizarra para pedir la liberación de un psicópata.
—Te juro que no se me ocurre otra solución, pintamos en un cartel Freedom Michael y vamos al parque de El Ejido. Es una buena jugada, creo que también están apoyándolo unos amigos del Pacha Mama, y hay buenas peladas.
—Sí, pero ése es un colegio de hippies. Por favor.
—Lo que pasa es que ahí estudió Tania y creo que anda disfrazada de activista.
—No jodas, qué pereza.
Dos semanas después del apresamiento del hacker las protestas a favor de Michael se intensificaron en Quito. Miles de jóvenes, algunos motivados por un cierto conocimiento de geopolítica, otros por la simple necesidad de relacionarse con chicos de su misma edad, fueron tomándose calles, plazas y parques. Los adolescentes narcisistas que antes vivían para hacerse selfis ahora se miraban con otros, conversaban directamente y dejaban a sus teléfonos móviles descansar. Ahora la movida era hacer bombas molotov, pintar grafitis, componer canciones y repartir volantes que decían: Liberen a Michael. “Liberen a Michael” se fue convirtiendo en la marca de una generación agotada de selfis que empezaba a descubrir un mundo extraño y provocador.
En el parque de El Ejido se concentraban cientos de adolescentes que ya eran parte de estas multitudinarias marchas, súbitamente aprendieron a esquivar bombas lacrimógenas y a tararear canciones como Bella ciao o Smells like teen spirit. Todos los días un grupo de músicos con equipos de amplificación caseros armaban conciertos improvisados que terminaban en momentos de euforia. Los millenials de Quito sufrían una epifanía mientras asumían una causa política impredecible como el propio Michael. El tiempo adquirió una serenidad renovadora, tenían tiempo para pensar, leer, discutir, mirar y seducir. Las pantallas dejaron de ser el espejo en que reflejaban sus vidas, ahora podían contemplar sin sentir zozobra y en medio de ese renacimiento surgieron amores, poesía, amistades y utopías.
Para estos jóvenes anónimos, que se autodenominaron los “hijos de Michael”, el extraño comunicador era una fuente inagotable de inspiración. Los chicos circulaban volantes de una carta que Michael había escrito en prisión. Una de las frases más dramáticas decía: “hice todo lo que pude para que ustedes conozcan el lado más obscuro del poder, hoy ya no puedo hacerlo, solo les pido que tomen mi lugar y sigan dando batalla”. Algunos músicos ya habían compuesto canciones, otros que tenían cierta habilidad en sistemas operativos de computadoras revisaban manuales para sabotear plataformas informáticas. Quito dejó de ser una fábrica de smog y gritos para convertirse en una trinchera desde la que miles de jóvenes expresaban algún tipo de rebeldía. Michael había encendido la mecha.
Bernardo salió de casa tres semanas después de no haber utilizado redes sociales. Temblaba, había pasado como zombie revisando en su móvil miles de fotos y archivos de vídeo en el que aparecía. Pidió un uber, seis minutos después llegó un vitara negro algo despintado, repleto de pequeños remellones. El piloto era un hombre de treinta años, trigueño, fornido, exhibía el tatuaje de un dragón en su brazo derecho. Berny le dijo que lo lleve al parque de El Ejido. Llegaron en 15 minutos, pagó 4 dólares. La mañana soleada y primaveral dotaba de un verdor intenso a los cipreses de uno de los parques más antiguos de la ciudad. Caminó doscientos metros guiado por las notas agudas de una guitarra eléctrica, una batería destellaba notas audaces. Un chico de 20 años, que tenía un piercing en medio de su nariz, cantaba con voz aguardentosa Never mind, de Nirvana.
Berny se sentía totalmente perdido entre tantas criaturas que parecían hipnotizadas, tal vez habían descubierto algún elíxir, un antídoto para sustituir la orfandad que les generaba no tener feis. Los chicos saltaban mientras escuchaban canciones de Nirvana, Green day y Pink Floyd. Algunos fumaban porros de marihuana, otros compartían sánduches de pernil. Fleitas pensó que eran una tribu de hippies trasnochados y sin criterio político. Estuvo a punto de regresar cuando escucho las voces de Damián y Daniela.
Berny recibió una leve dosis de dopamina, ¿o serían endorfinas? Lo cierto es que se abrazó con su amigo y su ex novia invadido por una camaradería que no había experimentado antes.
Daniela es una chica de dieciocho años, blanca, labios delgados, ojos cafés. Tiene dos tatuajes: una serpiente azul que asciende desde su tobillo hasta la rodilla, y otro en su muñeca derecha que dice memento mori. El café de sus ojos inunda la mañana de una frescura básica como la del rocío en el páramo. Berny y Daniela se miran, encuentran la señal, se besan por varios segundos repletos de sed y coraje. Después del beso, un silencio mágico atraviesa sus rostros iluminados, “te estaba buscando, Berny, pero no quería llamarte por cel, ya me cansé de ése aparato”, dice Daniela.
Damián empujó a sus amigos un poco entre juego y emoción. Le a dijo Berny: cabrón, me has hecho falta, pero no más cel, ésa huevada es el opio, desde que dejé el cel he leído tres libros, hay un panita que se llama Julio Cortázar que es un monstruo.
—Berny, tú tocabas bien el sintetizador
—Sí, era bueno
—Ya pues, están buscando un tecladista para interpretar “Shine on your crazy diamond”, toca hoy día
—No creo que me acuerde
—Ay Berny, eras una máquina para el sintetizador dijo Damián, con tono decidido.
—Sí Berny, lo que estamos haciendo en éste parque es una cosa de locos, poesía, música, fogatas, teatro. No te imaginas y además queremos que liberen a Michael, arengó Daniela.
SOL, RE, SOL, alza la mirada, ya no tiene al frente una pantalla, solo el mundo real: miradas hambrientas de euforia y silencio. Deja que sus dedos se deslicen con sagacidad por las teclas del sintetizador, la extraña canción de Pink Floyd la había escuchado desde pequeño, su padre siempre la ponía en los viajes a la playa. La guitarra va acompañándolo mientras la multitud de jóvenes gritan emocionados, existe un equilibrio muy sensible entre locura y serenidad en esa exploración lunar. Remember when you were young…
Sigue brillando diamante loco, sí todas las pupilas de ésa multitud brillan como una gema encontrada en el desierto y Bernardo Fleitas solamente fluye con absoluta convicción dejando que la melodía transforme una horda en energía que se rebela. Brilla, brilla, mientras la vida te dé un segundo más, no tengas miedo, no dejes de brillar. El instante de mutación pinta de turquesa al cielo límpido de una ciudad que renace con nueva energía cósmica, los jóvenes querían expresarse y ya no desde un móvil. Casi al final de la melodía se escuchan disparos, gritos, bombas lacrimógenas, caballos relinchando. Todo se transforma en una batalla campal, algunos jóvenes reaccionan lanzando piedras y bombas molotov, los toletazos llueven como tempestad de sangre mientras Berny sigue tocando, abstraído por una realidad que nuevamente está ahí para reprimir. Una nube de gas lacrimógeno lo alcanza, en segundos se ve atrapado por dos policías que lo inmovilizan, gritar: basta cabrones. Recibe un toletazo en el rostro, es derribado, siente una patada en el estómago y mientras lo trasladan a un patrullero, en medio de tanta conmoción epifánica recuerda a Michael, el iniciador de este carnaval bizarro donde no existían selfis ni likes, solo un grito: fight.
Michael sale de una celda de dos por tres metros, viste un overol gris y calza botas negras, uno de los guardias lo sujeta del brazo, aunque el prisionero está esposado de pies y manos. Luce más pálido y ojeroso. Debe ser difícil dormir en una celda donde sistemáticamente prenden la luz cada treinta minutos, luego otra vez la obscuridad y el zumbido de un transformador. Aunque dentro del panóptico, se encuentra en el pabellón de máxima seguridad, totalmente aislado, espera por una apelación presentada por sus abogados a la sentencia capital. Mientras eso ocurre es abrazado por guardias que bromean, lo obligan a tomarse selfis. Michael, está muy agotado, y mientras los guardias apuntan con sus cámaras de teléfonos intenta conservar el mismo aire imperturbable, sabe que su espíritu revolotea muy lejos de la fortaleza de mármol en la que se encuentra. O.k, ahí va, de nuevo, mira a la cámara, 1, 2, 3…selfi
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