
PhD en Educación por la Universidad Católica de Lovaina, Maestro en Estudios Culturales y Desarrollo, Graduado en Economía. Ex gerente del Proyecto de Pensamiento Político de la SNGP. Docente universitario.
Llego a una reunión, mi única conocida es quien me invita. Son cinco personas simpáticas, amables. Luego de dos horas de bonita conversación sobre perritos, música e hijos... Surge como tema el reciente paro. Tres de los cinco se transforman y apasionadamente destilan un racismo descrito en cualquier libro de Jorge Icaza, repiten casi de memoria el discurso de los medios de comunicación y desde este mezclan conceptos con total arbitrariedad. De a poco, se hacen dos grupos que se enfrascan en su propia interpretación del paro sin escucharse. Sugiero cambiar de tema y de a poco, al retomar el diálogo trivial, vuelve la calma. Sin embargo, nunca más reina la armonía del inicio.
Con más o menos detalles, otros tantos compatriotas, en especial quiteños, me cuentan que vivieron experiencias similares. La capital y quizás la Sierra ecuatoriana, dividida en dos grupos.
Uno de ellos formado por elementos que no tienen en común la clase social, ni la posición socioeconómica, ni el nivel educativo, sino más bien una posición particular que, a pesar de ser maquillada como “defensa de Quito”, “de la democracia” o “de la empresa y el trabajo” en el fondo esta dada porque comparten una axiología y una cosmovisión que tiene un denominador común: racismo.
Los eventos de junio se transformaron entonces en un detonante, fueron condiciones particulares que reactivan sentimientos y subjetividades que permanecen ocultas, desde la prudencia y lo políticamente correcto. Como un virus, digamos un “fuego” (herpes labial) que brota ante el stress y es doloroso, pero que en situaciones de buena alimentación, despreocupación y descanso puede pasar años conviviendo con el humano que lo porta sin activarse y brotar como pequeñas y dolorosas bubas.
El racismo de ese segmento de mestizos (o blanco mestizos) ecuatorianos permanece más o menos dormido cuando los indios están lejos, en sus páramos o vestidos con trajes típicos en las comparsas, pero estos mismos indios provocan quiebres hasta de corte esquizoide en la identidad y subjetividad mestizas cuando vienen a la ciudad, demandan derechos, se constituyen en actor socio político, cuando dejan de ser el “buen salvaje”. Y el racismo latente brota (como el herpes labial) y conmociona a la sociedad mestiza y al individuo.
Ese racismo que ha brotado se constituye en el eje de un discurso organizado por el sensacionalismo y el sesgo intencional de los medios masivos de comunicación.
El racismo de ese segmento de mestizos (o blanco mestizos) ecuatorianos permanece más o menos dormido cuando los indios están lejos, en sus páramos o vestidos con trajes típicos en las comparsas, pero estos mismos indios provocan quiebres hasta de corte esquizoide en la identidad y subjetividad mestizas cuando vienen a la ciudad.
Construyéndose una amalgama, poniéndose en la misma olla, midiéndose con la misma vara: a Leonidas Iza y a los indios (así vistos como un todo amorfo) con Correa, con los asambleístas que querían la destitución de Lasso, con los narcotraficantes y los guerrilleros urbanos. Todos esos actores disímiles para este discurso son parte de la misma “conspiración”. El enemigo interno conveniente al poder y desde esa “asociación” los indios forman parte de los “antivalores” más duros del “Estado de derecho”. Si bien, al pasar de las semanas iba el virus bajando su actividad, el presidente de la manera más irresponsable repite el discurso y le da status de verdad oficial no solo en la política doméstica, si no también en sus intervenciones en medios internacionales.
Con todo ello, la polarización de la sociedad se naturaliza, se legitima esa visión colonial del “otro”, y deja de importar aquella que se venía construyendo desde hace años, el “otro” visto desde la alteridad y que justifica la interculturalidad. Prima el “otro” peligroso, el bárbaro de la época romana, el incivilizado que hay que destruir antes que civilizar, antes ese “otro” exótico e inferior. Esa nefasta construcción discursiva del presidente Lasso con carácter de “verdad oficial” vuelve a replicarse desde la academia que apologiza la sociedad liberal, desde las interpretaciones de violencia que naturalizan la violencia estatal, desde posiciones que convenientemente subrayan casos aislados de saqueo y las ponen como tónica general de la movilización.
De este evento los políticos oportunistas sacan tajada. Las elecciones para alcalde de Quito en el 2023 están cerca y esta discurso y esta coyuntura ayudan a los intereses de un Andrés Paéz que surge como el macho adalid de los “defensores de la ciudad, del régimen democrático, del “no se protesta, se trabaja”. Con la misma posición, pero otras formas, una versión femenina, más calma y dulce, Luz Elena Coloma. Y la versión del empresario en Patricio Alarcón, el ex presidente de la Cámara de Comercio y la del ex candidato Pedro José Freile… Todos a pescar el voto de ese segmento blanco mestizo no sólo étnico, sino cultural y axiológico. Pero también aparece Jorge Yunda, sí el acusado de corrupción y destituido, a pescar los votos de los “mestizo indígenas”. Pero este análisis es otra historia.
El colofón es que de “Encuentro” nada, de interculturalidad peor, de consolidación de país tampoco. Más bien se siguen generando las condiciones para que el racismo brote como un herpes labial. Se busca agudizar esa esquizofrenia que tiene el mestizaje en su lucha por invisibilizar lo innegable: su matriz indígena, manifiesta en la piel, pero sobre todo en la constitución cultural e identitaria.
Se sigue condimentando ese peligroso caldo de cultivo, abonado por académicos, periodistas, personajes públicos y políticos, del cual podrían brotar actos violentos que hace 30 años vivieron los hutus y los tutsis; los serbios, bosnios, croatas y kosovares…
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