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1 de Febrero del 2017
Ideas
Lectura: 7 minutos
1 de Febrero del 2017
Rodrigo Tenorio Ambrossi

Doctor en Psicología Clínica, licenciado en filosofía y escritor.

Elecciones: ¿honorabilidad o realismo mágico?
En los comicios, lo que cuenta es la libertad personal, esa suerte de autonomía que produce tanto afectos como análisis y toma de decisiones sociales y políticas. De hecho, el acto de elegir surge de la libertad y de la autonomía de cada ciudadano que no se siente ni presionado ni condicionado por factor alguno ajeno a sus propias expectativas, posiciones ideológicas o simples afectos.

Sin lugar a dudas, las elecciones constituyen una de las más importantes demostraciones de la libertad, de la autonomía y del respeto a los derechos ciudadanos de un pueblo. En efecto, el acto de sufragar surge de la libre determinación de cada ciudadano que, entre un grupo de candidatos, elige a quien juzga pertinente y adecuado.

En este acto debe estar ausente cualquier clase de presión, del orden que fuese, particularmente en el orden laboral y económica, tanto en el mundo privado como, sobre todo, en el público. De hecho, existen especialistas en el manejo de este tema, de modo particular en los sectores de la pobreza y en las poblaciones rurales económicamente desfavorecidas a quienes, a última hora, ciertos sectores del poder civil ofrecen la realización de obras importantes para la población. Ahora sí, casi por obra de magia, se acuerdan de eso que falta pero de lo que se olvidaron durante diez años. Si ganasen, seguro que volverían a olvidarse por otros diez años. Desde luego, manera sucia e inmoral de comprar votos. ¿Cuántas casas por día se van a fabricar para los pobres?

En los comicios, lo que cuenta es la libertad personal, esa suerte de autonomía que produce tanto afectos como análisis y toma de decisiones sociales y políticas. De hecho, el acto de elegir surge de la libertad y de la autonomía de cada ciudadano que no se siente ni presionado ni condicionado por factor alguno ajeno a sus propias expectativas, posiciones ideológicas o simples afectos. Por ende, cada acto electoral constituye una suerte de resignificación de la democracia que no es otra cosa que el reconocimiento y el respeto a la libertad de todos y cada uno de los ciudadanos.

La democracia exige que ningún ciudadano se sienta presionado por poder alguno, del orden que fuese, a sufragar por un determinado candidato. La libertad individual y social constituye el alma de las elecciones democráticamente organizadas y ejecutadas. Nada debería ponerse en tela de duda este principio fundamental. No debería surgir ni la más remota duda sobre la transparencia de los procesos, sobre la honradez de los padrones electorales, sobre la legitimidad moral de los integrantes de las mesas electorales, sobre la moralidad a toda prueba de quienes tan solo están llamados a sumar los votos y no a restarlos, falsificarlos o ignorarlos.

Si bien la libertad para elegir y ser elegido constituye la expresión paradigmática de la democracia, sin embargo, es la perfección ética del proceso electoral lo que lo constituye y perfecciona. Porque no se trata únicamente del hecho físico de depositar el voto en la urna. Se trata de que el padrón electoral sea impecable sin falsos ciudadanos, sin muertos y no nacidos convocados a las elecciones. Se trata igualmente de que la voluntad de cada ciudadano sea respetada sin condicionamiento alguno al momento de contar los votos y de elaborar las actas.

No pueden producirse dudas que lleven a sospechar que se han manipulado los padrones electorales. No se debería ni siquiera pensar que alguien pudiese sufragar a nombre de un muerto. No sería ni siquiera imaginable que en las listas consten personas fallecidas hace décadas. En las listas no pueden aparecer ciudadanos inexistentes con cédula de identidad falsificada. No y no. Porque si esto aconteciese, el proceso estaría absolutamente corrompido y, en consecuencia, sería absolutamente nulo por inmoral. ¿Cómo casar a la moralidad y a la política? Tremendo misterio más aun cuando en el país de los últimos tiempos se ha estatuido la inmoralidad como parte importante del quehacer político.

Pese a ello, no se puede dejar de exigir que, de comienzo a fin, las elecciones correspondan a un proceso moralmente justo, ético, e incuestionable. Que no desaparezcan votos legítimos mañosamente anulados por algún miembro de una mesa electoral, que no desaparezcan ciertas actas. Que en ningún espacio del proceso, y sobre todo en los consejos electorales, no aparezcan los vivarachos que saben bien de qué manera fabricar triunfos y derrotas. Que no aparezcan salas clandestinas en las que se realizan ingresos fraudulentos de votos, tal como ya habría acontecido en otras elecciones.

¿Por qué volver a estas obviedades democráticas casi a vísperas de las elecciones presidenciales? Sencillamente porque se han realizado serias denuncias respecto a la honorabilidad, legalidad y legitimidad del padrón electoral. El Consejo Electoral no solo que debe parecer honesto y veraz sino que también debe serlo de verdad. Nadie es justo porque él mismo lo afirme y lo proclame. Por sus obras los conoceréis. Desde luego, es inadmisible que el Consejo Electoral sea una dependencia más del poder central, tal como acontece con la justicia. Por desgracia, así todo queda en casa.

No basta parecer honesto, hay que serlo de manera absoluta. Sin embargo, tal como se desprendería de las denuncias comprobadas, el actual padrón electoral se hallaría muy lejos de esta ética casi elemental. Se afirma que allí constan personas fallecidas hace poco, hace años, hace décadas. Aparecen nombres que no corresponden a ningún ciudadano vivo habitante de esta geografía social y política. Quizás alguno hasta podría ser un sobreviviente de la familia Buendía radicada en Macondo.

Si así fuese, las elecciones formarían parte de un nuevo realismo mágico en el que todo es posible: a lo largo y ancho del país, los muertos saldrán de sus tumbas a sufragar, también harán cola niñas y niños que todavía viven prendidos del seno de sus madres. Tan solo una actitud y un posicionamiento auténticamente ético del Consejo Electoral desvanecerá toda sospecha. Si no fuese así, el pueblo saldrá a reclamar sus derechos.

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