
Mentir es engañar, alterar los sentidos de las realidades para confundir al otro. La mentira no es equivocación pues su propósito claro y contundente es lograr que el otro, el interlocutor, el pueblo, que todos se engañen, que asuman como verdadero aquello que es o equívoco o abiertamente falso.
La política es la capacidad cognitiva y fáctica de administrar de la mejor manera posible la polis, es decir, la suma de todas las ciudades, de los grupos humanos y sus bienes que hacen el país. No consiste en la capacidad de hablar o de pronunciar discursos admirables. Dadme un balcón y seré presidente. El mejor político no es el que más muchedumbres congrega en su torno. No, mil veces no. Sino aquel que posee ideas claras sobre las diferencias sociales, económicas y políticas y se propone trabajar con ellas para mejorar las condiciones de vida de todos.
Los discursos se degradan y las palabras se apolillan. Para algunos, la política consiste en la capacidad de engañar al mayor número posible de ciudadanos que, hipnotizados por el poder de las promesas, votarán por quienes sacan conejos del sombrero, como si nada. ¿Qué será lo más brillante que podemos ofrecer al pueblo para deslumbrarlo? Pregunta de los malabaristas políticos para quienes el país no cuenta en verdad sino tan solo el poder que anhelan.
No es digno de confianza aquel que, sistemática y ominosamente, se propone engañar a través de promesas que deslumbran y que, se sabe, no podrán realizarse. Quizás la más audaz de todas sea aquella que promete el empleo universal o la salud universal, la gratuidad en todos los servicios. O, sobre todo, la pureza absoluta en el manejo de los bienes de Estado: quien mucho habla de la pera comérsela quiere.
Se trata de la causa de los pobres, de los crónicamente aislados y menospreciados y cuya bandera toma el candidato como cosa suya. Por supuesto, no es un candidato que sabe de la pobreza porque la ha vivido en carne propia sino la pobreza hablada, descrita, analizada por los asesores políticos. La causa de los pobres que no pide la eliminación de los pudientes sino una mejor distribución de los bienes.
Murió Fidel Castro, dictador que mandó al otro lado de la vida a incontables cubanos por el delito de no compartir sus ideas. Y de estas orillas salió un avión lleno de compungidos listos a utilizar la ausencia del líder como compromiso social: seguir su ejemplo. Pero no se especificó cuál o cuáles de los múltiples ejemplos que dio Fidel. Por supuesto, no se miró a la Cuba empobrecida, casi mendicante, a la Cuba sin capacidad de disentir, sin la libertad individual para elegir cada quien su rumbo ideológico y existencial. No se dijo nada de un país en el que está prohibido opinar porque la verdad ya fue hecha y enunciada de una vez y para siempre.
El avión retornó con los mismos pasajeros. Nadie tuvo la tentación de quedarse. Si no hay libertad y aceptación irrestricta de la diferencia no pueden crecer los árboles del desarrollo que no tiene que ver únicamente con el número de escuelas o centrales hidroeléctricas construidas sino con el número de hombres y mujeres que viven a plenitud su libertad en todos y cada uno de los aspectos de la vida.
¿Cuánto de lo que hemos aportado al erario nacional ha ido a parar en los bolsillos de fervorosos gerentes, directores y otros más? Es probable que la pregunta parezca inadecuada porque nadie la responderá. De hecho, las preguntas son válidas únicamente cuando existe la seguridad de que alguien de una respuesta inequívocamente honrada. De lo contrario, no somos más que Eco conversando a gritos con la montaña que no hace otra cosa que devolverle sus palabras. Finalmente, Eco, como Narciso, muere enferma de un sí mismo inapelable.
En esta última década se ha pretendido, a toda costa, eliminar la diferencia para que reine Eco. El ejemplo paradigmático es la ley de comunicación que regula excelentemente bien la agenciosa reproducción del único saber y del único decir. De esto dan cuenta los medios de comunicación multados, temporal o perpetuamente clausurados porque nada ni nadie puede atreverse a interrumpir la repetición. La espada de Damocles amenaza como si nada, como si así tuviese que ser eternamente.
Los candidatos ofrecen o la creación de paraísos o el reforzamiento del actual edén en el que la patria es de todos. ¿Qué es la patria? ¿Por qué se crean leyes que hacen daño a quienes también legítimamente conforman la paria? Es demasiado ingenuo seguir pensando en el paraíso terrenal, cristiano o socialista, en la igualdad de todos. Lo curioso es que los proponentes y defensores de estas leyes viven en las opulencias que brinda el poder. Aquí y en todas partes.
¿Para qué ofrecer paraísos imposibles? Los pueblos quieren libertad para elegir su modo de vida, su educación, su trabajo, sus sistemas de ahorro. Libertad para su palabra y su deseo. Nunca ha sido cierto que es más fácil engañar que decir la verdad. Tampoco es cierto que una mentira mil veces repetida finalmente se convierte en verdad.
Nadie posee el poder de anular, de una vez por todas, el engaño, los dobles sentidos. Mentir es dar la vuelta a la verdad de las cosas con el único propósito de hacer daño al otro. Los otros somos todos. No pocos se han preguntado si acaso, en estos tiempos electorales, para que alguien en realidad llegue a ser político aceptable y con medianas posibilidades de éxito es necesario, quizás incluso indispensable, que aprenda a mentir. Todos los grandes redentores sociales y políticos han sido también grandes y crueles mentirosos.
[PANAL DE IDEAS]
[RELA CIONA DAS]





NUBE DE ETIQUETAS
[CO MEN TA RIOS]
[LEA TAM BIÉN]




[MÁS LEÍ DAS]



