
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Definitivamente, la democracia no tiene mucha hinchada en nuestro país. La idea de construir un espacio de convivencia común, que permita la realización personal a todo un conglomerado humano, parece una abstracción no solo inaplicable, sino incomprensible.
Lo acaban de demostrar los sectores empresariales, particularmente los mineros, a propósito de la consulta por el agua de Cuenca aprobada por la Corte Constitucional. Han puesto el grito en el cielo por una supuesta conculcación de sus derechos. Al parecer, se les traspapeló esa premisa fundamental de la democracia, que señala que la libertad de cada uno llega hasta donde empieza el derecho ajeno. En este caso particular, se trata del derecho a la vida de cientos de miles de habitantes de una ciudad.
No se necesita ser muy versado en artes ambientales para saber que la industria minera es una fuente de contaminación, al igual que los vehículos a combustión, por más filtros que se les instale. Frente a las evidencias, este debate debería haberse zanjado hace mucho tiempo. No obstante, la persistente ofensiva de las transnacionales mineras ha conseguido mantenerlo vigente, gracias a un hábil maquillaje de la información. Minería limpia, minería responsable o minería socialmente sustentable son algunos de los términos acuñados para demostrar la aparente inocuidad de esta actividad.
Pero la realidad es tozuda: la provincia del Azuay ha padecido los estragos de la minería en carne propia. En la estribación occidental de la cordillera hay dos ríos muertos, el Gala y el Siete. Los impactos sociales, ambientales y sanitarios en los cantones mineros de Pucará, Santa Isabel y Ponce Enríquez son gravísimos y, en algunos casos, irreversibles.
Los representantes de las cámaras de la producción optan por torcer el sentido de la democracia, por amoldarla como plastilina. Ahora resulta que consultar al pueblo es un riesgo y que admitir una decisión colectiva es un despropósito. La democracia únicamente funciona cuando les favorece.
Por ello, la simple posibilidad de que esta amenaza se acerque a la ciudad de Cuenca ha activado las alarmas. Con justa razón. Y, sobre todo, ha trastocado el esquema convencional de valores que se acostumbra asignar a nuestro pueblo: hoy, el agua se ha convertido en el bien más preciado de la mayoría de la población cuencana.
Esta opción se contrapone con la visión tradicional de la política, cuyas definiciones del bien superior de un Estado suelen estar impregnadas de excesivo utilitarismo. Seguridad, productividad, propiedad, recursos estratégicos para la economía. Es decir, todo aquello que garantice las aspiraciones prácticas de la gente. Que una ciudad defina al agua de consumo humano como bien superior del Estado local resulta inadmisible desde la lógica pecuniaria de los empresarios. De cualquier empresario.
Es aquí donde los representantes de las cámaras de la producción optan por torcer el sentido de la democracia, por amoldarla como plastilina. Ahora resulta que consultar al pueblo es un riesgo y que admitir una decisión colectiva es un despropósito. La democracia únicamente funciona cuando les favorece.
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