
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
En las interminables luchas de resistencia frente a la suscripción de Tratados de Libre Comercio (TLC) entre países del norte y del sur, uno de los temas que mayor rechazo suscitó fue el de la propiedad intelectual. Muchos de los procesos de negociación quedaron bloqueados, o han sido postergados de manera indefinida, precisamente por la imposibilidad de aprobar condiciones que, a todas luces, constituyen un perjuicio para los ya debilitados afanes soberanistas de nuestros países. Sobre todo por la necesidad de proteger el mayor patrimonio que poseemos frente a los países industrializados: la biodiversidad.
Dentro del capítulo de propiedad intelectual de los TLC, el punto más delicado, complejo y difícil está relacionado con los medicamentos y sus múltiples aristas. De estas, sobre todo una concita la atención y preocupación de las organizaciones y movimientos sociales que se oponen a una eventual suscripción de un tratado: se trata de las patentes.
Por un lado están los alcances que pueden tener las exigencias de los países industrializados respecto de la monopolización del mercado de medicamentos, como consecuencia del mayor fortalecimiento del sistema internacional de patentes. Este es el caso del reciente TLC que el Gobierno ecuatoriano acaba de suscribir con la Unión Europea. A la ratificación de los veinte años de vigencia de las patentes hay que añadirle los cinco años de protección de datos de prueba que se concedió a los medicamentos comercializados en el mercado nacional por las gigantescas corporaciones farmacéuticas europeas. En la práctica, esto asegura la imposibilidad –durante un cuarto de siglo– de introducir medicamentos alternativos (fundamentalmente genéricos) que puedan forzar a la baja los precios al consumidor. La secuela obvia es la restricción en el acceso a medicamentos para una gran parte de la población, especialmente aquella de escasos recursos económicos. Existen innumerables estudios que corroboran estos efectos en varios países de América Latina, Medio Oriente y Asia que han aprobado TLC con países del norte.
Pero resulta que la monopolización del mercado de medicamentos en países pequeños como el nuestro no constituye un negocio tan atractivo para la industria farmacéutica transnacional como la posible apropiación de recursos biogenéticos. Son estos la fuente más efectiva para el desarrollo de nuevos productos (inclusive de aquellos destinados a la agricultura). Los volúmenes financieros que se manejan a nivel global alrededor de lo que en la jerga farmacéutica se denomina como “medicamentos estrella” son inimaginables. Veamos tan solo un caso paradigmático que ilustra esta situación.
El Lipitor®, un fármaco para controlar el colesterol, es el medicamentos más vendido en el mundo. Se estima que produce ventas anuales cercanas a los 14 mil millones de dólares. Durante el tiempo de vigencia de la patente, su comercialización le generó al laboratorio Pfizer ingresos superiores a los 100 mil millones de dólares (con estimaciones más bien modestas a partir de la información oficial). Lo sorprendente es que no solo este laboratorio ofrece más de un medicamento que alcanza rendimientos enormes. Por algo se considera que, por detrás de las industrias petrolera y bélica, la industria farmacéutica es el tercer mejor negocio lícito del planeta.
El argumento de las corporaciones farmacéuticas para justificar estos ingresos astronómicos se centra a la inversión que supuestamente realizan en la investigación y el desarrollo (I-D) de una molécula, o un principio activo, que llegue a convertirse en un producto comercializable. Se estima que, en los actuales momentos, esta inversión oscila entre 800 y 1.000 millones de dólares. No obstante, la Organización Mundial de la Salud (OMS) sostiene que, por lo general, tan solo entre el 20 y 25% de dicha inversión corre por cuenta del laboratorio; el resto corresponde al financiamiento público, a las donaciones de ONG y a los costos indirectos derivados del uso de infraestructura universitaria o institucional (sobre todo laboratorios y equipos) . En cualquiera de estos casos, las utilidades no solo exceden abundantemente los gastos, sino que basta un solo “medicamento estrella” para que el negocio sea redondo.
En esencia, la estrategia de estas empresas apunta principalmente al desarrollo de medicamentos que puedan copar los mercados de los países ricos que, por volumen de consumo y generación de ingresos por ventas, configuran el pedazo más grande del pastel. Un solo medicamento colocado en estos mercados puede generar, en no pocos casos, más ganancias que las ventas totales de un laboratorio en varios mercados de los países pobres juntos. Así es la desproporción que subyace a la economía capitalista global.
Por eso mismo, en la lógica comercial del mundo farmacéutico, más importante que el control monopólico de un mercado pequeño es la obtención de una patente sobre un medicamento, especialmente si este llega a adquirir estatus estelar. Y es justamente en esta perspectiva donde la biodiversidad, y los conocimientos ancestrales de pueblos y comunidades sobre determinados productos y procedimientos, constituyen el recurso más codiciado para las transnacionales del sector. Ahí radica el potencial para la innovación y desarrollo de nuevos productos, que se originan en plantas medicinales y cultivos milenarios manejados en su gran mayoría por pueblos originarios de los países del sur… dicho de otro modo, que se basan en sus conocimientos ancestrales. La experiencia demuestra que la bioprospección a partir de estos conocimientos permite a la industria farmacéutica y agrícola incrementar la posibilidad de realizar descubrimientos . Investigar a partir de saberes acumulados por siglos reduce considerablemente el tiempo y los costos.
Únicamente en este entorno es posible entender la intención del Gobierno ecuatoriano de realizar enmiendas constitucionales que desbloqueen la prohibición de enajenar estos conocimientos ancestrales (artículos 57, 322 y 402 de la Constitución). Porque responde a una de las condiciones históricamente exigidas por los países industrializados alrededor de la propiedad intelectual, sobre todo luego de la generalización de los TLC. El Estado ecuatoriano, por iniciativa del Gobierno, estaría adecuando la normativa constitucional a las necesidades, intereses y requerimientos jurídicos de la Unión Europea. No de otra manera se explica que recién ahora, luego de seis años de vigencia de la Constitución de Montecristi, se les ocurra cuestionar unos contenidos que, al calor de los acontecimientos, resultan incompatibles con este nuevo tratado comercial.
Es probable que detrás de estas decisiones actúen presiones e intereses de carácter económico. Toca averiguar a qué grupos o sectores nacionales les conviene una medida que se contrapone abiertamente no solo con los intereses del país, sino con los derechos inalienables de nuestros pueblos indígenas y originarios. Por más que se lo quiera pintar de otra manera.
1. Según un informe publicado por la OMS en 2012 (Investigación y desarrollo para atender las necesidades sanitarias de los países en desarrollo: fortalecimiento de la financiación y coordinación mundiales), en 1992 la inversión formal de la industria farmacéutica en investigación y desarrollo correspondió al 44% del total; si a este monto le descontamos los costos indirectos señalados, ese porcentaje se reduce notablemente.
2. Bravo, E. y Martínez, E., Análisis del dictamen de la Corte Constitucional sobre el Protocolo de Nagoya, Agosto de 2013 (documento electrónico).
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