
1
Manta, 7:15 p.m., 2021. Dos jóvenes deambulan en una moto Yamaha 250 por una de las calles aledañas al puerto, la brisa despreocupada contrasta con una sensación eléctrica creada por la pandemia. Las sirenas de las ambulancias son los trenos de la ciudad oceánica recordando la ubicuidad de la covid-19. El “bicho”, como lo ha bautizado la mayoría, sigue allí, mutando e imperturbable.
Los muchachos detienen la motocicleta junto a una farmacia de la zona céntrica que todavía tiene algunos locales comerciales abiertos. El piloto, Benito, un mulato de ojos verdes, conocido como el paisa, espera en la moto sosteniendo una caja de pizza para entregar. El otro delivery se llama Josué, un pelirrojo de mirada desangelada que compra una funda de tres barbijos quirúrgicos, color negro. Al subir al vehículo le entrega al paisa una mascarilla. Le dice con tono protector: “paisa póntelas, éstas son las precisas, las celestes no protegen del bicho.”
El paisa, se desprende de la mascarilla celeste que utiliza, la arroja al pavimento y se coloca el barbijo nuevo. Josué insiste, “no te descuides de este puto virus.”
—Tranquilo, esto ya va pasando.
—Me importa un bledo si pasa o no. Ya se llevó a mi viejita, tengo ganas de quemar esta puta ciudad. Primero el terremoto, luego los venekos y ahora el bicho.
—Ay mijo ya vamos saliendo, hay que darle palante, mientras haya camello, saldremos de ésta. Vamos a entregar esa pizza, yo después le invito un ron, creo que es jamaiquino. No se me bajoneé. Desde el cielo, tu viejita te está cuidando.
—Parce, usted es lo máximo.
Josué enciende la moto, que tiene una calcomanía de Barcelona, prende las luces y arranca. Se alejan del albur de las calles laberínticas y estrechas del centro. De a poco se sumergen en un barrio de ramblas amplias, casas de tejados acanalados y jardines con sauces, buganvillas y ceibos. Están en Córdoba, un barrio en el que vivía, hace cuatro décadas, la gente más rica de la ciudad. El barrio está cerca del malecón, tiene un aura salina y abandonada. La mayoría de las casas y edificios muestra grietas provocadas por el 7.8 de abril de 2016. Algunas edificaciones están deshabitadas, pronto serán demolidas. Los ricos siempre se aburren de sus casas y terminan mudándose a urbanizaciones más elegantes, cerradas, con murallas altas y garitas con guardianía.
Recorren las calles apacibles del barrio Córdoba, a veces, se escucha el canturrear de mirlos y lechuzas. Josué disminuye la velocidad y le dice al paisa, ahí es la casa de la entrega, vaya usted. El paisa respira profundo, se coloca bien la mascarilla, baja con la pizza, timbra una, dos veces. Espera, mientras tararea algo de Carlos Vives. Abre la puerta de la residencia un tipo de no más de cincuenta años, nariz aguileña y mirada flamígera.
—Señor Sergio Rupertti.
—Sí, qué se te ofrece.
—Venimos a entregar una pizza.
—Aquí no hemos pedido pizza.
—Amigo, aquí está el pedido, es de parte de Tito.
—Ah Tito, O.K.
Rupertti, atraviesa el pequeño jardín y abre una puerta de hierro oxidada, utiliza un cubre boca celeste. Benito entrega la pizza, Sergio abre la caja y dice, “de aceitunas negras, qué detalle.”
—Así es, un gran detalle, responde Benito.
Una sombra de estupor se apodera de Rupertti al mirar una Beretta de acero resplandeciente apuntándolo. Se escuchan cinco disparos. Algunas luces se encienden, los perros ladran y la moto se aleja raudamente.
Los amigos toman la interbarrial, se desvanecen del puerto, en quince minutos llegan a una zona de desbarrancaderos y pequeñas laderas donde se asientan favelas de casas de caña. Los olores cambian, de salino a pescado, todavía hay luces prendidas en algunas viviendas donde se escucha reggaetón. Llegan al final de un redondel oscuro, allí baja Josué quien abre la puerta de un garaje, el paisa ingresa, apaga la moto. Luego la esconde entre unos matorrales. Entra a una villa desvencijada, las cigarras continúan su sinfonía, el paisa sale despreocupado con una botella de ron y una cajetilla de tabaco negro. Se ha quitado la mascarilla, toma del gollete un trago largo, luego pasa la botella a Josué que luce más tranquilo.
—Qué te dije parce, tu viejita te está protegiendo.
—Ay paisa, esto duele demasiado, todavía se me aparece por las noches.
—No te ha olvidado, y te cuida.
—Así es paisa. Vamos a salir del bicho, de lo que no creo que nos libremos es de los venekos, ésos son peor que la gonorrea.
—Sí, son la competencia, pero nosotros conocemos mejor la ciudad. Josué, no olvide mi parce decirle a don Gino que me mande la platita de la entrega de hoy.
—No te preocupes parce, don Gino nunca me ha fallado.
Recorren las calles apacibles del barrio Córdoba, a veces, se escucha el canturrear de mirlos y lechuzas. Josué disminuye la velocidad y le dice al paisa, ahí es la casa de la entrega, vaya usted. El paisa respira profundo, se coloca bien la mascarilla, baja con la pizza, timbra una, dos veces...
2
Después de dos semanas Josué recibe un mensaje de texto de Benito: “parce, mi jefa está en el hospital, le cayó el bicho y no hay medicinas, necesita oxígeno. Dígale a don Gino que me pague.”
Josué responde diciéndole que no pierda la fe, que la viejita se va a salvar y que don Gino siempre paga.
3
Gino Perotti cumplió cuarenta años hace dos semanas, es de tez canela, pelo lacio, ojos glaucos, fornido, mide un metro ochenta. Dueño de una flota pesquera, practica tenis, aunque siempre ha dicho que su verdadera pasión es el kitesurf. Viaja constantemente a Europa y a Miami. Asiste todos los años a Roland Garros, no falta a las semifinales y a la final del Grand Slam en tierra batida. Soltero, aunque tiene un hijo con una chica de Chone de 23 años a la que no le pasa pensión alimenticia.
4
Gino fuma un habano y bebe un borbón, contempla extasiado el mar desde su balcón principal que da al mar. Suelta una larga bocanada, sus ojos brillan mientras disfruta las piruetas en el aire de un kitesurfista que hace loopings en un mar embravecido. El sol juguetea con algunas pinceladas de nube, se esconde, aparece. El navegante extremo avanza zigzagueante hacia el norte, impulsado por el viento utiliza a las olas como rampas para elevarse más. Gino extrae del bolsillo de su bermuda un móvil de última generación, llama a Josué y le dice que le prepare su tabla-cometa, que en treinta minutos sale a la playa.
Josué llega quince minutos después de la llamada de Perotti a la urbanización en la que vive su jefe. El entorno vegetal contrasta con la ausencia de floresta de Manta, hay palmeras, ceibos y algunos guayacanes. Josué llega en su moto, saluda al guardia de la garita, quien ordena levantar la valla eléctrica. Ingresa raudo, atravesando algunas mansiones con estilos disímiles donde existen destellos de arquitectura hispánica: paredes revestidas de mármol con grandes ventanales, columnas de diversas alturas y techos de teja.
Llega a la mansión de Gino.Timbra. La puerta de hierro del garaje se abre, ingresa en su moto a una residencia de dos pisos, semicircular, a la entrada tiene una pileta de piedra gigantesca y un jardín repleto de robles y castaños.
Al final de la mansión se encuentra un cobertizo donde hay dos camionetas cuatro por cuatro, tres cuadrones y un Lamborghini azul.
Josué parquea su moto dentro del amplio garaje, halla el kitesurf de Gino, es una tabla de carbono sujeta a una cometa verde, semeja a un paracaídas. Entra a la cocina donde encuentra a Murcia, una mujer blanca de edad poco predecible, pelo lacio negro, ojos pardos, ella trabaja como cocinera de la casa desde hace diez años. Según Gino, prepara el mejor encebollado del mundo.
Saluda parcamente a Josué, le sirve un café bien cargado con una porción de patacones y le entrega la llave de la camioneta.
—Muchas gracias doña Murcia
—Otro día de playa, Josué, qué rica vida que tienes.
—No diga eso doña Murcia, siempre estoy pendiente de cuidar al jefecito.
—Más te vale.
Josué carga la tabla-cometa en el balde de la camioneta. Enciende la camioneta y la parquea enfrente de la puerta principal de la mansión, una puerta de caoba en forma de arco.
Gino sube a la camioneta, lleva una camiseta de licra blanca, una bermuda celeste, sandalias marca Tommy Hilfiger y un barbijo Lacoste.
—Habla paliducho.
—Don Gino, todo listo.
—Vamos ahí que el mar está desafiante
—Don Gino, disculpe que lo moleste, pero otra vez me escribió el paisa diciendo que le pague porque su vieja está grave con el bicho.
—Que no joda, cuando pueda le pago, yo que tengo con la vieja.
Gino se desencaja un poco, enciende un Marlboro blanco y suelta una bocanada mientras Josué maneja por un camino agreste, dos, tres cuadras. Aparca, la camioneta en la playa. Baja el equipo mientras Gino fuma mirando al puerto, realiza una llamada desde su móvil.
Josué recibe un mensaje de texto de Benito: “mi madre murió, dile a Gino que es un hijueputa”. Josué está indignado, sucumbe a la tristeza, tiene ganas de llorar mientras estira las líneas de la cometa de tracción y revisa el arnés. El viento que viaja desde el océano se confunde con ráfagas de ventisca que aparecen desde el oriente. El kitesurfista que lucía cómodo esquivando olas y elevándose pierde algo de control de su tabla-cometa, por poco se accidenta. Prefiere regresar a la orilla.
Gino se aleja mientras fuma y conversa desde su celular, parece algo concentrado, gesticulando y mirando a la arena. La playa luce desolada.
—Listo paliducho, ponte pilas que el mar está cabreado. Le hacemos, ¿no?
—Tranquilo don Gino, usted es el pro. Vaya con Dios.
Gino se calza los sujetadores de la tabla, sostiene con decisión la barra, aprovecha un tirón del viento y deja que la brisa estire la cometa. La función se inicia.
Gino se aleja de la playa haciendo algunos loopings cada vez más altos. Nuevamente los vientos de mar y tierra se confunden. Avanza, huérfano de singladura. Se eleva más de cinco metros a alta velocidad, da un giro brusco y pierde el control de la barra. Cae en picada sobre las aguas turquesas, un leve estertor y algunos graznidos de pelícanos. Gino ha sido derribado y es arrastrado por la corriente, mar adentro. Josué mira la escena y sonríe.
[PANAL DE IDEAS]
[RELA CIONA DAS]



NUBE DE ETIQUETAS
[CO MEN TA RIOS]
[LEA TAM BIÉN]




[MÁS LEÍ DAS]



