
En una carta, suscrita por 150 personas, publicada en el diario El Telégrafo, se exige al ministro de cultura de Ecuador, Raúl Pérez Torres, que ofrezca disculpas públicas por haber presentado, en la Feria del Libro de Montevideo, un panorama de la literatura nacional en el que se omite la producción literaria posterior a la década de los setenta del siglo pasado y el aporte de las mujeres a nuestra literatura.
Es evidente que cualquier discurso público puede ser impugnado, cuanto más, el discurso de un ministro de Cultura sobre la literatura de su país. Sin embargo, a mi parecer, las omisiones de un texto como el de Raúl Pérez no constituyen una calumnia o afrenta a ningún individuo o colectivo ecuatoriano. Y tampoco pueden catalogarse como una amenaza o violación de derechos, que requiera la protección o reparación de las víctimas por parte del Estado o de sus funcionarios.
Las personas que exigen disculpas públicas a Pérez Torres, en cambio, asumen que así es, que las escritoras ecuatorianas han sido ofendidas por el Ministro, y que, en reparación, este debe expresar su arrepentimiento público a las víctimas por lo NO dicho. Las autoacusaciones y confesiones públicas de culpabilidad, sobre todo cuando la culpa que se confiesa no existe, fueron una de las instituciones clave de la Inquisición y el totalitarismo. Como el escarmiento público tenía, además, la función de prevenir malos comportamientos y herejías, se esperaría, después de esta carta, que ningún funcionario del gobierno (y no sé si también los que no lo son) vuelva a cometer la falta de Pérez Torres.
¿Exagero? Probablemente, y lo que ocurrió en la España de Torquemada y en la Unión Soviética de Stalin no tenga nada que ver con un caso como el del Ministro que no dijo lo que las personas que lo acusan dicen que debió decir. Pero, en nuestra época, son cada vez más frecuentes las exigencias de escarmiento público. Solo que quienes las hacen son, por lo general, miembros de alguna secta progresista o defensores de una nueva ortodoxia. Toda ortodoxia, ya sea defendida por un Estado o por un grupo minoritario de fieles, tiene como uno de sus rasgos principales el afán de castigo y purificación. Y para cumplirlo, todas cuentan con sus propios altares sacrificiales: los de la actualidad son la prensa y las redes sociales.
Decía, Javier Marías, “Siempre he sentido antipatía por las campañas y los proselitismos; siempre me ha desagradado la gente que no se conforma con tener una opinión y obrar en consecuencia, sino que necesita atraer a su causa a otros, verse arropada por las masas (…); la que organiza castigos colectivos (…). La que ansía «dar su merecido» a quien le lleva la contraria o emite un parecer que le fastidia”.
Pero la cuestión tiene un lado menos visible. Y es que, tras la exigencia de desagravio de las escritoras, se advierte la exigencia de ser reconocidas por el poder. Aquí, como en la más remota antigüedad, la palabra vuelve a adquirir un valor mágico, pero pronunciada por la boca de los nuevos sacerdotes: los funcionarios del Estado. Gracias a sus palabras, quienes hayan sido nombradas se volverán visibles.
¿Las cosas deben ser así? ¿Es mentira, entonces, eso de que el único reconocimiento válido para un escritor es el de sus lectores? ¿No se ha dicho siempre que una de las características definitorias de un escritor, en tanto artista, es impugnar la dinámica opresora del poder, de los poderes? ¿Qué le importa, qué le debe importar a un escritor, centrado como está en escribir su obra, es decir, cumpliendo su destino o vocación, que un funcionario gubernamental lo nombre o no?
El arte no debe ser apropiado por el Estado. Cuando esperamos que para el reconocimiento de una obra medie su intervención, avanzamos, en la práctica, hacia la institucionalización del arte, hacia su burocratización. Ya no la obra, sino su difusión en ferias internacionales. Ya no la obra, sino la ponencia del autor en el encuentro de escritores. Ya no la obra, sino su reconocimiento en el discurso de un ministro.
Octavio Paz llamó Ogro Filantrópico al Estado mexicano. El Ogro ecuatoriano estaba dormido y, todavía, no ha podido olfatear la presencia de las escritoras nativas. Ellas han llamado a la puerta de su castillo. Ojalá, el Ogro no despierte y se levante y las devore, como ocurrió con tantos miembros del oficio –ahora ya deglutidos- en los últimos diez años.
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